Cada europeo tira al año 90 kilos de alimentos a la basura. ¿Podríamos salvar algunos? Con mucho cuidado, sí. Distinguir entre caducidad y consumo preferente es la clave
En un planeta que produce más
comida de la que necesita, más de 800 millones de personas
pasan hambre. Un tercio de toda la que se genera acaba en la basura.
Anualmente, cada europeo tira una media de 90 kilos de alimentos tras
comprarlos, según
un informe del Banco Mundial. Los productos se
echan a perder en casa y, con la crisis, es frecuente caer en la tentación de
alargar la caducidad que marcan sus etiquetas. Una de cada tres personas lo
hace en España, apuntaba un estudio de la organización de consumidores CEACCU de 2014. Pero
esa no es la solución. Los expertos advierten de que ese supuesto ahorro puede
poner en riesgo la salud y que ningún alimento debería ser consumido tras
la fecha de caducidad, que es la que indica el momento en el que el
productor deja de estar comprometido con su seguridad. Algo bien distinto es el
consumo preferente, que simplemente establece el día hasta el cual el producto
mantiene sus cualidades organolépticas intactas.
No sabe igual, pero
alimenta casi lo mismo
Distinguir con claridad ambos conceptos (caducidad y consumo preferente)
es la primera clave para un consumo seguro y responsable. Como
indica el Ministerio de Sanidad, la fecha de
consumo preferente aparece en una amplia variedad de alimentos refrigerados,
congelados, desecados (pasta, arroz), enlatados, chocolates, aceites… Una vez
superada, sigue siendo saludable, “siempre que se respeten las instrucciones de
conservación y su envase no esté dañado”, pero es posible que haya perdido
sabor y textura. El doctor Alfonso Carrascosa, científico del CSIC, lo ejemplifica de la siguiente manera: “Una
magdalena, por ejemplo, puede ir perdiendo su esponjosidad con el tiempo.
Después de X meses estará reseca por falta de humedad. El fabricante lo ha
calculado previamente y ha establecido el momento en el que ya no tiene esas
cualidades. Esa es la fecha de consumo preferente. Pero no va a comportar
riesgo para la salud en ningún caso que te comas alimentos tras esa fecha. A lo
mejor la magdalena está más dura que una piedra y no la quieres. Puede que
encuentres un sabor, color o aroma extraño que no te guste al cien por cien,
así que tienes que decidir si te la tomas o no en función de eso. Esto pasa con
muchos productos: un jamón serrano no caduca, una botella de vino tampoco”.
Además de la pérdida de humedad, uno de los deterioros más frecuentes es el
enranciamiento de las grasas, lo que en principio no es perjudicial, pero
resulta desagradable al gusto y al olfato. El ministerio recomienda que, antes
de tirar un alimento por haber sobrepasado la fecha de consumo preferente, se
compruebe si tiene buen aspecto, si huele y sabe bien, así como seguir las
instrucciones de su etiqueta. Por ejemplo: “Una vez abierto el envase, consumir
en tres días”.
La línea roja: los
alimentos frescos
PROPIEDADES INTACTAS
Antes de que se echen a perder, mientras se guardan y, sobre todo, en la
preparación de los alimentos, puede variar más o menos significativamente su
composición nutricional, en ocasiones para enriquecerla, otras en detrimento de
sus propiedades. En cuanto a frutas y verduras, la Asociación Española de
Dietistas-Nutricionistas (AEDN) realizó un estudio en 2012 en el que concluía
que su almacenamiento, aunque puede influir en su textura y estabilidad, no
hace variar significativamente sus valores nutricionales. Tampoco la
congelación les afecta de forma notable. La cocción, sin embargo reporta tanto
mejoras en los aprovechamientos de ciertas sustancias, como los carotenoides
(que son antioxidantes), como una merma de vitaminas, especialmente C, B1, B6 y
ácido fólico.
La cosa cambia radicalmente cuando hablamos de fecha de caducidad, que
suele aparecer en alimentos muy perecederos, como pescado fresco o carne.
Ninguno debe ser consumido tras esa fecha y se han de seguir rigurosamente las
instrucciones que marca la etiqueta, como mantenerlo a bajas temperaturas. No
obstante, es posible alargar la conservación más allá, siempre que se congele
poco después de adquirirlo. En este sentido, Sanidad recomienda: “Siga las
instrucciones que figuren en el envase, por ejemplo guardar en el congelador
hasta la fecha de caducidad, cocinar sin descongelar o descongelar previamente
por completo y consumir en las 24 horas siguientes”. Carrascosa es tajante:
“Hay que ser muy descerebrado para comer alimentos tras la caducidad. No es
recomendable en ningún caso. La gente dice que tiramos alimentos, pero también
es cierto que en los países civilizados, buena parte de ellos se reciclan en
plantas al efecto”. En opinión del científico, la solución contra el
desperdicio de comida no es comerla caducada, sino “comprar con mayor
racionalidad, no compulsivamente”.
Con esta diferencia tan clara y tajante entre caducidad y consumo
preferente, cabe preguntarse qué sucedió con el yogur. Hasta abril del año
pasado, en España tenían que marcar una fecha de caducidad. Una normativa
permitió que se pasase a consumo preferente, pero los yogures eran los mismos.
Esto, unido
a las famosas declaraciones del entonces ministro de Agricultura, Miguel Arias Cañete, asegurando que se los tomaba pasados de fecha (cuando todavía tenían
que marcar caducidad), crean una lógica desorientación en el consumidor.
“Cualquier científico sabía que el yogur, per
se, es un alimento que no caduca. Lo sabíamos todos, pero yo nunca
jamás habría expresado que algo pudiese ingerirse más allá de su fecha de
caducidad, ni siquiera el yogur. Siempre dije que quienes tienen que decir la
fecha son las autoridades pertinentes. Es un comité científico el que debe de
evaluarlo. Es como si el director de tráfico anima a la gente a saltarse los semáforos
cuando no pasan coches”, esgrime Carrascosa. De hecho, muchas marcas
continuaron poniendo en sus etiquetas fechas de caducidad para no hacerse
responsables de posibles daños para la salud que se puedan ocasionar más
adelante, por mínimo que sea el riesgo. Rubén Sánchez, portavoz de la
asociación de consumidores FACUA, lamenta que el
Gobierno no haya sido transparente con este cambio de criterio: “¿Qué ocurre?
¿Qué antes se hacía mal y ahora bien? Deberían explicar con claridad por qué se
modificó la normativa”.
¿Quién decide
cuánto dura un alimento?
Para la mayoría de productos son los propios fabricantes los que
establecen las fechas orientativas de consumo. Según explica Miguel Ángel
Lurueña, doctor en ciencia y tecnología de los alimentos y autor del blog Gominolas de Petróleo,
lo determinan a través de tres análisis. Uno microbiológico, para comprobar si
al cabo del tiempo se desarrollan agentes patógenos que puedan afectar a la
salud y en qué momento sucede esto. Uno físico-químico, para averiguar si se
producen compuestos tóxicos. Y, finalmente, uno sensorial, para determinar
cuándo el alimento empieza a oler o saber mal. “A partir de ahí se establece un
margen de seguridad para que si se come un poco pasado de fecha no le ocurra
nada”, explica Lurueña.
Una excepción a esta potestad de las empresas de establecer las fechas
de consumo preferente son los huevos. Por normativa europea tienen que venderse
hasta 21 días después de la puesta y consumirse, preferentemente, 28 días tras
la misma. Si estas fechas se prorrogasen siete días, “el riesgo de infecciones
aumentaría en un 40% para los huevos sin cocinar y un 50% para los huevos a
medio guisar, respectivamente”, indica un informe que Agencia Europea de
Seguridad Alimentaria (EFSA).
El caso del huevo es especial, entre otras cosas, porque transmite una
de las enfermedades más comunes asociadas a la falta de seguridad alimentaria:
la salmonelosis. Es una dolencia causada por la salmonella, una bacteria que,
pese a las medidas de seguridad alimentaria, afecta cada año a 200.000 personas
en la Unión Europea, según calcula la
EFSA. La bacteria no solo está en el huevo, también es frecuente en la carne de
pollo, según indica Lurueña. En ambos casos se elimina con altas temperaturas.
Esa es una de las razones por las que no conviene tomar el pollo crudo o poco
hecho.
La
solución al desperdicio de comida no es comerla caducada sino comprar con más
racionalidad
Cocinar un alimento es el método conservador más seguro y usado.
Cualquiera que se consume crudo es más susceptible de estar contaminado,
especialmente productos animales, pero también vegetales, como se demostró con
la mal llamada “crisis del pepino”: el E.coli, un microorganismo presente en
brotes vegetales, produjo en 2011 al menos 32 muertes y un millar de afectados
en Alemania.
El nutricionista Juan Revenga explica que,
además de los que se consumen crudos, los productos más susceptibles de ser
contaminados son los que requieren mucha manipulación. Tras la salmonella,
cuenta, el microorganismo que causa más problemas desde el punto de vista
epidemiológico es el estafilococo áureo, que vive en la piel del ser humano.
“En pequeñas cantidades no es malo, pero sí cuando es abundante. Es muy fácil
que llegue a los alimentos”, asegura. Pero son cientos los microorganismos que
pueden entrar en contacto con la comida, todo tipo de bacterias, levaduras y
mohos están en el ambiente y pueden contaminarla. “Hablando de manipulación, el
típico ejemplo es la carne picada. Las manos del carnicero, la picadora, el
aire... Es un producto que entra en contacto profundo con una gran cantidad de
agentes externos que, por su propia naturaleza, no se quedan en la superficie,
como sucedería con un filete, se mezclan en su interior. Por eso la carne
picada se pone mala mucho antes”, relata Revenga.
Pero tampoco hay que alarmarse. Esta eventual contaminación se
solucionaría cocinando bien la carne. Por eso es muy improbable una infección
causada por microorganismos en las cadenas de comida rápida, que tienen
perfectamente medidos los tiempos y las temperaturas para eliminar cualquier
patógeno. Los alimentos, además, presentan unos niveles de seguridad como nunca
en la historia. Los controles a los que son sometidos, en combinación con los
tratamientos conservadores, hacen que sea casi imposible una intoxicación si no
hay de por medio una negligencia.
“Para evitar estos riesgos se ataca donde les duele.
Los microorganismos
necesitan unos requerimientos para crecer y desarrollarse, y lo que se hace es
tomar medidas para evitarlo.
Necesitan una determinada temperatura, humedad,
nivel de PH. Los tratamientos de la industria buscan colocar al microorganismo
fuera de sus condiciones óptimas de vida”, explica Lurueña. Los más frecuentes
vuelven a ser los que tienen que ver con la temperatura. Hay dos procesos
fundamentales que eliminan buena parte de los riesgos: la pasteurización, que
consiste en calentar el alimento a temperaturas de entre 65 y 68 grados durante
12-20 minutos, y la esterilización, en la que se someten a temperaturas más
altas de 100 grados durante menos tiempo. Con la primera se logra eliminar
cualquier patógeno y con la segunda todo microorganismo que contenga, lo que
prolonga mucho su vida útil. Estos procesos se utilizan por ejemplo para tratar
la leche, pero también cualquier conserva, que una vez envasada al vacío es
sometida a altas temperaturas. “Una lata que está completamente sellada, sin
oxígeno y ha sido tratada con estas temperaturas no va a suponer nunca un
peligro. Te puedes comer una de la Segunda Guerra Mundial, que no te va a pasar
nada. Eso sí, puede que no esté muy buena”, matiza Revenga. También hace una
distinción entre conservas, que se pueden conservar fuera del frigorífico
porque han sido esterilizadas, y semiconservas, que tienen que permanecer en un
entorno fresco porque simplemente han sido pasteurizadas.
Para
conservar, lo mejor es cocinar. Mucho ojo con los alimentos crudos
Además de estos, existen muchos otros procesos de conservación. Los hay
más tradicionales, como la salazón, que quita humedad al alimento y lo
conserva, la desecación, que busca lo mismo, o el congelado, que evita que los
microorganismos se reproduzcan, pero no los mata. Por eso los productos
congelados suelen estar destinados a cocinarse. Otra forma de conservar los
alimentos es la adición de sustancias que los protegen de la oxidación o de los
patógenos. Son los conservantes, algunos de los cuales, como los sulfitos y los
nitratos, llevan usándose miles de años. Estas sustancias tienen una extendida
mala fama entre los consumidores, que los asocian a lo poco natural o incluso
perjudicial para la salud. Son dos prejuicios erróneos. Por un lado, hay
conservantes totalmente naturales en la industria alimentaria, como el ácido
cítrico (E330) o la propia sal. Por otro, porque todos los que están aprobados
por las autoridades sanitarias son de probada inocuidad en las dosis en las que
se administran en los alimentos. Habría que tomar diariamente más cantidad de
producto de la que un humano es capaz de ingerir para que fueran potencialmente
dañinos.
Hace poco se hizo muy popular un vídeo en el que un hombre aparecía raspando
una manzana y extrayendo de ella una cera blanca. Afirmaba que es un veneno
introducido por la industria alimentaria. Miles de personas se alarmaron y lo
compartieron en las redes sociales. Pues bien, esas ceras no son más que
conservantes de las frutas que se usan precisamente para mantener su aspecto,
humedad y textura. Como explican en el blog Ecoilógico, un adulto
tendría que consumir más de 1.000 manzanas diarias para que le pudiera
ocasionar algún daño. La moraleja es que, como la inmensa mayoría de alimentos
que se venden en España, son perfectamente seguras para la salud. Respetando
las fechas de caducidad, no es necesario comer con miedo.
Algunas formas de conservar los alimentos
Conservantes
Son productos químicos que ayudan a preservar al alimento. Algunos son
antioxidantes (combaten la acción del oxígeno atmosférico) y otros
antimicrobianos (evitan la proliferación de microorganismos).
Altas
presiones
Se usa poco y es muy cara, pero es una alternativa a las altas
temperaturas que elimina los patógenos sin alterar el sabor. Se comienza a
hacer con ciertos zumos, cuyas cualidades organolépticas son sensibles al
calor.
Altas
temperaturas
La esterilización y la pasteurización, junto con el envasado al vacío,
eliminan los patógenos y evitan que puedan proliferar en los alimentos
envasados. Son los métodos que usan, por ejemplo, leches y conservas.
Congelado
Evita la proliferación de microorganismos pero no los mata. Sí destruye
formas de vida más complejas, como pueden ser los parásitos; por ejemplo, el
temido anisakis que vive en algunos pescados.
Deshidratación
Consiste en eliminar el agua de un producto, necesaria para que los
microorganismos se desarrollen. Es lo que se hace, por ejemplo, con el puré de
patata, que para ser consumido necesita ser rehidratado.
Liofilización
Es más caro y se usa para alimentos que requieren mantener su aroma,
como los cafés solubles. Consiste en sublimar el agua del alimento, es decir,
pasarla de estado sólido a gaseoso directamente.
Presión
osmótica
Es uno de los métodos más tradicionales. Se basa en añadir sal o azúcar
al alimento. Las células expulsan el agua para equilibrarse con el exterior, de
forma que también se seca el producto. Es lo que se hace con los embutidos.
Reducción
del PH
La fermentación láctica, que ocurre por ejemplo en los yogures, o la
adición de vinagre de los encurtidos reduce drásticamente el PH del alimento,
lo que dificulta el desarrollo de patógenos.
Envasados
inteligentes
Carnes y embutidos en bandejas y ensaladas en bolsas están en contacto
con un gas que no es aire normal. Son atmósferas modificadas cuya composición
hace más difícil la proliferación de microorga-nismos.
Radiaciones
ionizantes
Es un método más novedoso y poco usado que consiste en radiar los
alimentos para destruir así todo microorganismo que lo pueble. Se puede hacer
por ejemplo con todo un contenedor de fruta.
24 FEB 2015 - 11:02 CET EL PAIS
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