Nada es comparable al tancredismo con que se
reciben los nuevos datos sobre el cambio climático
La imagen de un dron
entregando un paquete en el alféizar de una ventana o en la puerta de un chalé podría representar muy bien un mundo en el que han desaparecido
millones de puestos de trabajo, como, por ejemplo, los de centenares de miles,
millones, de repartidores que se afanan hoy en todo el planeta por llevar cosas
de un lado a otro. ¿Qué harán todos esos hombres y mujeres dentro de unos pocos
años? No cabe
esperar que todos ellos se hayan convertido en programadores de drones. Es incluso probable que un solo ordenador sea capaz de dar las
instrucciones precisas a ese enjambre de motos y furgonetas voladoras para que
cumplan correctamente su cometido, sin intervención de ser humano.
El
trabajo, dicen los expertos, va a sufrir una formidable metamorfosis en las
próximas décadas. Unos, los más optimistas,
piensan que el concepto de trabajo cambiará porque se impondrá, inevitablemente, la idea de
una renta básica universal, que desconectará la noción del trabajo de la de
salario y subsistencia material. Otros,
los más pesimistas, creen que el cambio climático va a provocar tantas
catástrofes naturales que será necesario reconstruir puentes y carreteras,
mejorar viviendas, proteger cultivos, transportar ganados…, quizás, incluso,
preservar paisajes. En definitiva, que todas esas manos serán necesarias, de
nuevo, para reparar lo que se destruirá.
Sea como sea, parece que 2017 se inicia en todo el mundo con promesas de
turbulencias y con dos temas esenciales: el cambio climático y el cambio de
todo lo relativo al trabajo, especialmente lo que concierne a sus aspectos
jurídicos y económicos, con las consecuencias políticas y electorales que ello
acarrea. De eso se habla, y escribe, en casi todo el mundo: en casi todo,
porque no figura, ni por asomo, en la agenda del Gobierno español. Es verdad
que existe una cartera de Empleo y Seguridad Social, pero, que se sepa, no ha
encargado un libro blanco sobre las transformaciones que se avecinan, como
ocurre en otros países europeos, ni ha programado un debate parlamentario
monográfico, no para votar reformas en la actual legislación laboral, por muy
bienvenidas que sean, sino para convocar a los mejores especialistas y tratar
de analizar, entre todos, cuáles son las tendencias, y las consecuencias
previsibles, a medio plazo, de esos cambios.
Con todo, nada es comparable al tancredismo con que se recibe la
avalancha de nuevos datos sobre el cambio climático. En el colmo de la
indiferencia, el tema está relegado en un Ministerio que se llama, nada menos,
que de “Agricultura y Pesca, Alimentación y Medio Ambiente”.
Quizás la
ministra de Agricultura podría aliviarnos el susto, si se dedicara algunas tardes, al menos, a leer los nuevos informes
sobre el aumento del nivel riesgo que publican, día sí, día no, multitud de
organismos internacionales. Uno de los últimos, elaborado con apoyo del Banco
Mundial, plantea la necesidad de empezar
a debatir quién va a pagar por la reconstrucción tras esos desastres naturales
y qué papel van a desempeñar las grandes compañías aseguradoras internacionales
en ello. La experiencia demuestra que la rapidez con la que se afronta la
reconstrucción tras una catástrofe es fundamental para disminuir costes, aumentar
la eficacia y reactivar la economía de la zona afectada. La ministra podría
también unirse a sus colegas europeos para planear qué hará la Unión si el
nuevo presidente de EE UU, Donald Trump, decide, como prometió, desengancharse
del Tratado de París. O preguntar a los
medioambientalistas de medio mundo por qué llaman Lord Voldemort (enemigo
mortal de Harry Potter) al nuevo
secretario de Estado, Rex Tillerson, alto ejecutivo de la petrolera Exxon
Mobil.
¿Ciencia-ficción? En absoluto: es 2017 que llama a la puerta.
La ministra de Agricultura y Pesca, Isabel García Tejerina (d), y el comisario europeo de Cambio Climático y Energía, Miguel Arias Cañete. OLIVIER HOSLET EFE
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