Frente al crecimiento
demográfico, cambio climático y ecosistemas en degradación, permite la
producción local de alimentos con sustentabilidad ambiental. Miguel Altieri, de
la Universidad de California, explica sus ventajas.
Como ciencia, la agroecología
integra el conocimiento tradicional y los avances de la ecología y de la
agronomía y brinda herramientas para diseñar sistemas que, basados en las
interacciones de la biodiversidad, funcionan por sí mismos y auspician su
propia fertilidad, regulación de plagas, sanidad y productividad, sin requerir
paquetes tecnológicos. Los principios de la agroecología pueden aplicarse a
toda actividad, ya sea a pequeña o a gran escala.
Esta
disciplina trabaja con algunas premisas que toman diferentes formas
tecnológicas de acuerdo con las condiciones ambientales y socioculturales de
cada lugar. Pero para que estas formas sean relevantes, tiene que existir un
proceso participativo en que agricultores e investigadores generen conocimiento
y diseñen sus propios sistemas de producción. No existe el experto que le
enseña al agricultor qué hacer, es de igual a igual.
El modelo industrial
alcanzó sus límites, porque se sostiene en presupuestos que ya no son válidos.
Cuando se creó el modelo de la Revolución Verde –basado en insumos dependientes
del petróleo, se creyó que la energía fósil sería barata y abundante para siempre,
que el clima se mantendría estable y que el hombre controlaría la naturaleza
con químicos. Esto no fue así: el petróleo aumenta su valor, hay cambio
climático y los cultivos resisten al glifosato.
Habría que preguntarse
cuáles serían los presupuestos para lograr una nueva agricultura que
enfrente los desafíos del futuro, porque toda la ciencia que ha gobernado hasta
ahora ya no ofrece respuestas. La agroecología provee las bases para esa nueva
agricultura: biodiversa, divorciada del petróleo, que utiliza energía solar y
exhibe resiliencia al cambio climático.
Además, necesitamos
una agricultura amigable
con el ambiente y que facilite el desarrollo de sistemas agroalimentarios
locales, en detrimento de los globales. Todos los días, Buenos Aires importa
6.000 toneladas de comida que viaja cerca de mil kilómetros, provoca emisiones
de gas y gasto de energía y torna las urbes en sistemas frágiles, supeditados a
fuentes de alimentos externas.
Esto no es sostenible a futuro.
La agroecología tiene el
potencial para crear un sistema que vaya a la raíz del hambre y asegure la
soberanía alimentaria. Aunque puede aplicarse a escala, esta disciplina
potencia la agricultura de los pequeños productores del mundo que ocupan el 20
% de la tierra, utilizan el 20 % del agua y el 20 % de la energía fósil y generan entre el 50 y 70 % de
los alimentos que
comemos.
En contraposición, la
agricultura industrial abarca el 80 % de la tierra, explota el 80 % del agua y
el 80 % de la energía fósil y sólo genera el 30 % de comida,
mientras el resto lo destina a biomasa –biocombustibles, biofármacos,
bioplásticos, forrajes–. Es una agricultura muy ineficiente que provoca una
huella ecológica enorme y está dominada por un sistema de capital global.
En esa línea, la agroecología debería considerarse como política de
Estado, debido a que permite instaurar otro esquema que corte los circuitos
hegemónicos entre productores y consumidores y actúe como bypass hacia un
sistema alimentario local y justo.
Es importante que los
consumidores entiendan que la alimentación es un acto político y ecológico.
Hoy, el 5 % de la humanidad se lo pregunta y, para dar el salto, es necesario
una masa crítica mucho mayor; la educación popular y las políticas agrarias
congruentes contribuyen al escalonamiento de la agroecología.
Ecoportal.net
INTA
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