El rechazo a las vacunas, el ataque a los transgénicos o la negación del
cambio climático son la nueva versión del viejo ataque a la ciencia
Desde
el tribunal eclesiástico que juzgó a Galileo para hacerle desistir de sus
conclusiones experimentales, la ciencia lleva más de cuatro siglos dándose de
bofetadas con los señores del lado oscuro. Visto desde hoy, cuesta imaginar por
qué las teorías de Copérnico, Kepler y el propio Galileo no fueron aceptadas de
inmediato por su inmenso poder explicativo. Como decía el astrofísico Carl
Sagan: “Me pregunto cómo es que apenas
ninguna religión ha mirado a la cienciay ha
concluido: ‘¡Esto es mejor que lo nuestro! ¡El universo es mucho mayor de lo
que dijeron nuestros profetas, más sutil y elegante!”.
Sagan,
un inteligente físico y genial divulgador, dedicó media actividad profesional
a la búsqueda de vida inteligente en la galaxia y
la otra mitad a mejorar la inteligencia de los terrícolas. Luchar contra la
irracionalidad es una función importante de la divulgación científica. Otro
campeón de esa contienda ha sido Richard Dawkins, centrado sobre todo en
desarmar a los creacionistas, con libros enteros dedicados a derribar la idea
de Dios y campañas de autobuses ateos que ríete tú de los buses de la trama y de la vulva. De
entre todas las irracionalidades habidas y por haber, la religión ha sido
tradicionalmente el enemigo número uno del avance científico.
Por
ejemplo, Dawkins desarrolló en los años ochenta un argumento chispeante contra
el “diseñador inteligente” de los nuevos creacionistas, que deducen la
existencia de Dios a partir de la complejidad de sus criaturas. Pero un
diseñador inteligente, aduce Dawkins, debe ser aún más complejo que las criaturas
a las que pretende dar explicación, luego no les da ninguna. Es un razonamiento
brillante, a la altura de su autor.
El
problema con todo esto, naturalmente, es que un individuo irracional no atiende
a razones. Las personas religiosas se basan en la fe, no en el argumento. Y
este mismo es el problema con las otras religiones, las creencias modernas que
han sustituido la catequesis por una serie de credos laicos, como la fe en la
madre naturaleza, el repudio a la tecnología opresora y los hechos alternativos que emanan
de la Casa Blanca como versículos del Evangelio. Los
meros argumentos racionales no van a parar esto. No lo han hecho nunca, y no lo
van a hacer ahora.
“Os metéis con la homeopatía cuando no le ha
hecho nada a nadie”, decía un whatsapp que circulaba el otro día. No sé quién
es su autor, pero tiene una exquisita mala uva. La homeopatía, en efecto,
no le ha hecho nada a nadie, ni
podría hacérselo. Un producto homeopático, según los textos
fundacionales de esta sandez, no es más que agua pura y
cristalina, con algo de cloro si sale del grifo.
Esta
religión moderna consiste en diluir una sustancia dañina en tantos órdenes de
magnitud que al final no puede quedar una sola molécula de ella. Es increíble
que una idea tan estúpida se haya generalizado de tal forma. Pero así es (véase
artículo adjunto).
La homeopatía no es más que una
estafa. Una cuestión más grave, por supuesto, es
que el chamán convenza al paciente de
que tiene que dejar su tratamiento médico para
abrazar el elixir fraudulento. Ahí muere gente, y los tribunales pueden actuar.
Pero, cuando no se llega a esos extremos, o no muy frecuentemente, los productos homeopáticos seguirán
gozando de una estantería vistosa en la farmacia. Es
avalar una estafa, pero los políticos parecen estar acostumbrados a esa
práctica, a juzgar por sus (nulas) iniciativas para erradicarla. Fácil: la mayoría de los españoles creen
en la homeopatía, y no están los tiempos para perder votos.
El rechazo a las vacunas es a la
vez más complicado y más grave. Hace décadas que los
abogados de colmillo más aguzado aguardan apostados a la salida de los
hospitales norteamericanos a que salgan los familiares de los pacientes que han
muerto. Una vacuna puede proteger al 80% o al 90% de quienes la reciben, y eso
deja un margen jugoso del 10% o el 20% al que los letrados pueden agarrarse
para plantear una demanda. Contra el médico, contra el hospital o contra la
empresa farmacéutica que ha descubierto la vacuna.
Si
nada de eso funciona, el abogado siempre puede aducir cualquier falacia que
circule por la Red o sus alcantarillas, como por ejemplo que la vacuna que
le han puesto a tu hijo causa autismo. Es mentira, y de la
peor clase —ignorante e interesada—, pero ha causado unos daños profundos al
sistema global de salud. En los años 2000, estas prácticas de leguleyos
llegaron a vaciar a Estados Unidos de las firmas farmacéuticas que, como
Pasteur o Glaxo, habían apostado por las vacunas. Esto fue un desastre que
todavía no hemos superado del todo.
La esperanza media de vida de los
países occidentales se duplicó en el siglo XX (de los 45 a
los 90, redondeando un poco) debido a las tres patas esenciales de la lucha
contra la infección: el alcantarillado, los antibióticos y las vacunas (hoy
habría que añadir los condones, seguramente). Las zonas deprimidas de África y
Asia siguen necesitando esos avances, contra las
enfermedades antiguas y contra las que puedan surgir, y sin la investigación
privada no parece posible.
Además,
los gestores de la salud pública coinciden en que sin medicina preventiva no
hay futuro. La esperanza media de vida occidental sigue aumentando a un ritmo
lento pero constante de un par de años por década, pero la razón principal es
la mejora en el tratamiento del infarto (que sigue siendo el gran matarife en
el mundo desarrollado, por encima de todos los cánceres juntos). Esos sistemas
son caros e imperfectos, pues rara vez devuelven al paciente su calidad de vida
anterior. El sistema sanitario actual, sea público o privado, no es
sostenible. Hay que apostar a fondo por la
medicina preventiva.
Y las
vacunas son medicina preventiva por definición. Se las pinchas a la población de
riesgo y evitas que desarrollen unas enfermedades que,
de haberse producido, habrían supuesto un tormento para el paciente y una
sangría para los presupuestos sanitarios. Las artimañas jurídicas de los
tiburones significarán a la larga un horrible aumento del gasto público y un
estorbo para el avance de la investigación biomédica. Es obvio que los
políticos pueden hacer mucho para animar a la Big Pharma a
investigar en vacunas. También lo es que no está en su agenda de prioridades.
Lo que
hasta ahora está salvando a estos abogados, y a los padres que se niegan a
vacunar a sus hijos, de un buen embrollo civil o incluso penal
es un efecto estadístico bien conocido de los epidemiólogos. Frenar la
propagación de un virus no requiere vacunar a toda la población. Basta con
vacunar a tres de cada cuatro. Lo que haga el cuarto individuo da igual a
efectos epidemiológicos. Así que los hijos de los antivacunas están protegidos
contra las principales enfermedades infecciosas gracias a los demás padres, los
que sí vacunan a sus hijos. Puede parecer una paradoja, pero no son más que
matemáticas.
El rechazo a los alimentos
transgénicos —otra de las religiones de nuestro tiempo—
plantea cuestiones aún más complejas e interesantes que el creacionismo, los
pseudofármacos y las vacunas. Es curioso que una humilde semilla sea más
importante que Dios padre, pero así son las cosas.
La
mayor parte de la gente cree que hay una polémica científica sobre la
seguridad para la salud de los transgénicos. No
la hay. Todos los científicos y biotecnólogos de plantas coinciden en que los
transgénicos son seguros para la salud, y también para el medio ambiente. Si
llevan décadas investigando en ellos es porque, además de haber descartado esos
riesgos, están convencidos de que los transgénicos
son el mejor modo de incrementar el contenido de vitamina A del arroz —
la base de la alimentación de media Asia, pobre en ese compuesto esencial—,
crear variedades de las principales plantas de cultivo tropicales que sean
resistentes a la sequía, y que por tanto gasten menos agua, ralentizar la
oxidación que arruina la fruta, para una gestión más eficaz y sostenible de
muchas plagas, sobre todo las enfermedades virales que arruinan las cosechas de
varios países africanos, en fin.
En el
caso del rechazo irracional a los
transgénicos, los grandes responsables han sido los grupos ecologistas,
con especial mención a Greenpeace, que
lleva décadas poniéndolos entre sus tres o cuatro líneas estratégicas, a la
altura de los residuos nucleares o el cambio climático. “Los ecologistas se
oponen a los transgénicos porque tienen la panza llena”, me dijo en una
entrevista el padre de la revolución verde,
Norman Borlaug.
Tenía
razón. Greenpeace ha conseguido intoxicar (ideológicamente) a la población
occidental, y que Europa tenga una legislación
absurda y retrógrada sobre los transgénicos. En
el fondo eso da igual. Los países que verdaderamente los necesitan, como China
y varios de África tropical, llevan años investigando en sus propios
transgénicos. El largo brazo de Greenpeace no llega allí. Malo para la
contaminación, bueno para la ciencia.
El
negacionismo climático no es muy distinto de las religiones anteriores. Todas
consisten en cegarse a la evidencia, inventar una realidad paralela e infectar
a la mayor parte posible de la población con ella. Todas acabarán fracasando
—la realidad es tozuda—, pero nadie sabe cuándo. Nuestro cerebro no está hecho para
el pensamiento científico: pensar así nos cuesta Dios y ayuda, y poca gente
está dispuesta a esa tortura. Habrá que inventar algo.
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