domingo, 1 de octubre de 2017

Prólogo del libro Walden La vida en los bosques de H.D. Thoreau / Henry Miller


Tan sólo hay cinco o seis hombres, en la historia de América, que para mí tienen un significado. Uno de ellos es Thoreau. Pienso en él como en un verdadero representante de América, un carácter que, por desgracia, hemos dejado de forjar. De ninguna manera es un demócrata, tal como hoy lo entendemos. Es lo que Lawrence llamaría «un aristócrata del espíritu», o sea lo más raro de encontrar sobre la faz de la tierra: un individuo. Está más cerca de un anarquista que de un demócrata, un socialista o un comunista. De todos modos, no le interesaba la política; era un tipo de persona que, de haber proliferado, hubiera provocado la no existencia de los gobiernos. Ésta es, a mi parecer, la mejor clase de hombre que una comunidad puede producir. Y es por eso que siento hacia Thoreau un respeto y una admiración desmesurados.


El secreto de su influencia, todavía latente, es muy simple. Él fue hombre en cuerpo y alma, con un pensamiento y una conducta de perfecto acuerdo. Asumió la responsabilidad de sus acciones y de sus afirmaciones. La palabra compromiso no existía en su vocabulario. América, a pesar de todos sus privilegios, apenas ha producido un puñado de hombres de este calibre. La razón es obvia: los hombres como Thoreau nunca estuvieron de acuerdo con el sistema de su tiempo. Ellos simbolizan la América lejos de haber nacido hoy, como no había nacido en 1776 o inclusive antes. Ellos escogieron el camino arduo, no el fácil. Creyeron ante todo y sobre todo en sí mismos, no se preocuparon de lo que podían pensar de ellos sus vecinos, y no titubearon en desafiar al gobierno cuando estaba en juego la justicia. No hubo inclinación en sus concesiones: se les podía adular o seducir, jamás intimidar.
Los ensayos que recoge este volumen fueron en su origen discursos,* hecho bastante importante, si se piensa lo difícil que sería hoy dar una expresión pública a parecidos sentimientos. La noción misma de «desobediencia civil» es hoy en día impensable. (Menos, quizás, en India, donde en su campaña de resistencia pasiva Gandhi usaba este discurso como texto.)

* Este texto fue escrito en 1946 como prólogo a Life without Principle, tres ensayos de Thoreau impresos a mano por James Ladd Delkin.

En nuestro país un hombre que se atreviera a imitar la conducta de Thoreau, con referencia a cualquier problema crucial de nuestro tiempo, sería, sin duda, condenado a cadena perpetua. Es más: nadie movería un dedo para defenderlo, como en su día, Thoreau defendió el nombre y la reputación de John Brown. Como siempre ocurre con las afirmaciones francas y originales, estos ensayos se han convertido en clásicos. Y esto significa que, a pesar de tener la potencia de forjar un carácter, ya no influyen en los nombres que gobiernan nuestro destino Se recomienda su lectura a los estudiantes, son fuente perpetua para el pensador y el rebelde, pero para gran parte de los lectores ya no tienen importancia, no contienen un mensaje. La imagen de Thoreau ha sido fijada para el público por educadores y «hombres de gusto»: es la imagen del eremita, del excéntrico, de la broma de la Naturaleza. En fin, se ha conservado la caricatura, como acostumbra a pasar con nuestros hombres eminentes. A mi parecer, lo más importante de Thoreau, es que haya aparecido en una época en la cual, por decirlo de algún modo, teníamos que escoger el camino que nosotros, el pueblo americano, al fin hemos tomado. Como Emerson y Whitman, él indicó el justo camino, el camino arduo, como ya he dicho. Como pueblo, nosotros hicimos una elección diferente. Y ahora estamos recogiendo los frutos de nuestra elección. Thoreau, Whitman, Emerson, estos hombres han sido, hoy en día, reivindicados. En la oscuridad de los hechos cotidianos, sus nombres se elevan altos como faros. Pagamos un bravo tributo verbal a su memoria, pero seguimos ignorando su sabiduría. Nos hemos convertido en víctimas del tiempo, miramos el pasado con aflicción y queja. Es demasiado tarde para cambiar, pensamos. Pues no. Como individuos, como hombres, nunca es demasiado tarde para cambiar. Y es esto exactamente lo que estos obstinados precursores afirmaron toda su vida. Con la creación de la bomba atómica, todo el mundo comprende, de pronto, que el hombre tiene delante de sí un duerna de una gravedad inconmensurable. En un ensayo titulado «Vida sin principio» Thoreau anticipó esta posibilidad que atemorizó al mundo, cuando se tuvo noticia de la bomba atómica. «Por consiguiente», dice Thoreau, «si donde explotara nuestro planeta, no hubiese ninguna persona involucrada en la explosión… yo no iría hasta la esquina a ver como explota el mundo».

Estoy seguro que Thoreau no habría faltado a su palabra, si inesperadamente hubiese explotado por iniciativa propia. Pero también estoy seguro que si se hubiera conocido la bomba atómica, hubiera dicho algo memorable sobre su uso. Y lo habría dicho como desafío a la opinión pública. Ni siquiera se hubiera alegrado al saber que la fábrica de la bomba estaba en manos de los justos. Seguro que preguntaría:

«¿Quién es tan justo, como para usar con fines destructivos un instrumento tan diabólico?». Ya no tendría más fe en la sabiduría y en la santidad del actual gobierno de los Estados Unidos, que la que tuviera en el gobierno de los días de la esclavitud. Él murió, no lo olvidemos, en plena guerra civil, cuando el problema que se hubiese debido resolver rápidamente gracias a la conciencia de todo buen ciudadano, se estaba resolviendo con sangre. No, Thoreau habría sido el primero en decir que ningún gobierno terrestre es suficientemente bueno y sabio como para recibir, sea para bien o para mal, un poder similar. Habría pronosticado que nosotros usaríamos esta nueva fuerza de la misma manera que hemos usado otras fuerzas naturales, que la paz y la seguridad del mundo no están en las intenciones, sino en el corazón de los hombres, en el alma de los hombres. Toda su vida testimonia un hecho obvio continuamente ignorado por los hombres: que para sustentar la vida necesitamos primero el menos que el más, que para proteger la vida necesitamos coraje e integridad, no armas, ni coaliciones. Todo lo que él dijo e hizo está muy lejano del hombre de hoy. Ya dije que su influencia es todavía viva y activa. Es cierto, pero sólo porque la verdad y la sabiduría son inalterables y tienen que prevalecer. Consciente o inconscientemente, estamos haciendo exactamente lo opuesto de todo lo que él sostenía. Así y todo no somos felices, ni de ninguna manera tenemos la seguridad de estar en lo justo. Sino que estamos más trastornados, más desesperados que nunca en el curso de nuestra breve historia. Y esto es sumamente extraño y fastidioso, pues hoy en día todos nos reconocen como la nación más potente, más rica y más segura del mundo. Estamos en el cénit, ¿pero poseemos la visión necesaria como para tener este observatorio? Tenemos la vaga sospecha de que nos han cargado con una responsabilidad demasiado pesada para nosotros. Sabemos que no somos superiores, en ningún sentido real, a otros pueblos de la tierra. Sólo ahora nos damos cuenta de estar moralmente mucho más atrasados, si así puede decirse, que nosotros mismos. Algunos imaginan beatíficamente que la amenaza de extinción -el suicidio cósmico- nos despertará del letargo.
Me temo que sueños así están destinados a desintegrarse, aun más que el mismo átomo. No se alcanzan grandes metas a través del miedo a la extinción. Los hechos que mueven al mundo, sustentan y dan la vida, tienen una motivación muy diferente.

El problema de la potencia, obsesivo para los americanos, está hoy en su punto crucial. En lugar de trabajar por la paz, tendríamos que empujar a los hombres a relajarse, a dejar de trabajar; a tomárselo con calma, a soñar y a ociar, a perder el tiempo. Retiraos en los bosques, si encontráis uno. Pensad en vuestros pensamientos durante un tiempo. Haced un examen de conciencia, pero sólo después de haber gozado plenamente. ¿Qué puede valer vuestra fatiga, al fin y al cabo, si mañana junto a vuestros seres queridos podéis ser reducidos a migas por algún loco exaltado? ¿Creéis que nos podemos fiar más del gobierno que de los individuos que lo componen? ¿Quiénes son estos individuos a los cuales se les confía el destino de todo el planeta? ¿Creéis plenamente en cada uno de ellos? ¿Qué haríais si tuvierais el control de esta potencia inaudita? ¿La usaríais en beneficio de toda la humanidad, o tan sólo de vuestro pueblo, de vuestro grupo de elegidos? ¿Pensáis que los hombres pueden guardar para sí mismos un secreto tan grave? ¿Creéis que se debe guardar secreto?

He aquí las preguntas que, me parece, nos haría a bocajarro un Thoreau. Son preguntas que, si se tiene una pizca de sentido común, se contestan solas. Pero parece que los gobiernos no poseen esta pizca de sentido común. Y no se fían de quienes la poseen.

El gobierno americano, aun siendo reciente, ¿es algo más que una tradición intentando transmitirse intacta a la posteridad, aun perdiendo a cada instante una parte de su integridad? No tiene la vitalidad y la fuerza de un solo hombre vivo; porque éste puede doblegarlo a su voluntad. Es una especie de cañón de madera para el mismo pueblo. Pero no por eso menos útil, pues la gente necesita siempre alguna compleja maquinaria, y oír su estruendo, para satisfacer su idea del gobernar. Los gobiernos demuestran de este modo cómo se puede someter con éxito a los hombres, e incluso imponerse a ellos con ventaja. Excelente, tenemos que reconocerlo. Sin embargo, este gobierno jamás ha iniciado ninguna empresa por su cuenta, si no por la rapidez con la que se apartó de su camino. No da libertad al país. No ordena a Occidente. No educa. Es el carácter arraigado en el pueblo americano el que ha hecho posible todo lo logrado; e incluso habría hecho algo más, si el gobierno a veces no se hubiera opuesto…

Así hablaba Thoreau hace cien años. Hablaría de un modo todavía menos halagador si aún viviera. En estos últimos cien años el estado se ha convertido en una especie de Frankestein. Nunca, como hoy, nos hizo menos falta el estado, así como nunca nos ha tiranizado tanto.

En todas partes el ciudadano ordinario tiene un código moral muy superior al del gobierno al que debe fidelidad. La falsa idea de que el estado existe para protegernos se ha desintegrado mil veces. Sin embargo, mientras el hombre carezca de seguridad y confianza en sí mismo, el estado prosperará; él puede existir gracias al miedo y a la incertidumbre de cada uno de sus miembros.
Viviendo su vida de un modo «excéntrico», Thoreau demostró la futilidad y la absurdidad de la vida de las (llamadas) masas. Fue una vida profunda y rica, que le dio todas las satisfacciones. «Las ocasiones de vivir, afirmaba, «disminuyen en la medida en que crecen los llamados medios». Era feliz con el contacto de la Naturaleza, a la cual pertenece el hombre. Comulgaba con el pájaro y con la bestia, con la planta y con la flor, con la estrella y con la corriente. No era un ser asocial, todo lo contrario. Tenía amigos tanto entre las mujeres como entre los hombres. No hay americano que haya escrito sobre la amistad con una elocuencia mayor a la suya. Su vida parece angosta pero fue mil veces más ancha y profunda que la vida del ciudadano americano medio de hoy. No se perdió nada evitando mezclarse entre la muchedumbre, devorar los periódicos, consumir radio y cinematógrafo, tener el automóvil, el frigorífico, el aspirador. No sólo no se perdió nada por la falta de estas cosas, sino que, encima, se enriqueció mucho más que lo pueda hacer el hombre moderno, atolondrado por estos dudosos lujos y comodidades. Thoreau vivió, mientras nosotros se puede decir que sólo existimos. Por la potencia y la profundidad de su pensamiento no sólo mantiene una validez por comparación a nuestros contemporáneos, sino que, a menudo, les supera. En lo que a coraje y virtud se refiere, no se puede comparar a ninguno de los espíritus hoy dominantes. Como escritor, está entre los tres o cuatro de los cuales podemos sentirnos orgullosos. Visto desde la cumbre de nuestra decadencia, casi nos parece un antiguo romano. La palabra virtud recobra su significado cuando se liga a su nombre.

Son los jóvenes de América los que pueden sacar provecho de su doméstica sabiduría, y más aún de su ejemplo. Debemos asegurar a los jóvenes, que todo lo posible entonces es posible hoy. América es todavía un país muy despoblado, una tierra con abundantes bosques, ríos, lagos, desiertos, montañas, praderas, donde un hombre de buena voluntad, con un mínimo de fatiga y confianza en sus fuerzas, puede gozar de una vida profunda, tranquila, rica, siempre que siga su camino. No es necesario pensar, no hace falta llevar una vida bondadosa, sino crearse una vida bondadosa. Los hombres sabios vuelven siempre a la tierra; nos basta con pensar en los grandes hombres de la India, China y Francia, en sus poetas, en sus sabios, en sus artistas, para comprender cuán profunda es esta necesidad en el ser humano. Pienso, naturalmente, en los individuos creativos, pues los demás gravitarán en su propio nivel, sin imaginación, sin sospechar siquiera que la vida promete algo mejor. Pienso en los poetas americanos, todavía capullos en flor, en los sabios y artistas del mañana, porque se me aparecen del todo indefensos frente al mundo americano contemporáneo. Todos los que se preguntan, ingenuamente, cómo vivirán sin venderse a ningún dueño; más aún, se preguntan, una vez hecho esto, cómo encontrar el tiempo para llevar a cabo sus vocaciones. Ya no piensan en ir a cualquier desierto o lugar salvaje, en ganarse la vida cultivando la tierra o trabajando a salto de mata, en vivir con lo mínimo indispensable. Se quedan en las ciudades, en las metrópolis, revoloteando de una casa a otra, inquietos, miserables, frustrados, buscando en vano el encontrar una salida. Deberíamos decirles en seguida que la sociedad, tal como está constituida, no presenta salidas, que la solución está en sus manos y usándolas podrán obtenerla. Tenemos que abrimos camino con el hacha. La verdadera jungla no está fuera, quién sabe dónde, sino en la ciudad, en la metrópoli, en aquella compleja telaraña en que hemos transformado la vida, y que sólo sirve para limitar, estorbar o inhibir a los espíritus libres. Basta que un hombre crea en sí mismo y encontrará el camino de la existencia, a pesar de las barreras y de las tradiciones que lo aprisionan. 

La América de los tiempos de Thoreau era tan despreciadora y hostil hacia su experimento vital, como lo somos nosotros a cualquiera que pretenda volverlo a intentar. Debido al subdesarrollo de nuestro país en aquellos tiempos, los hombres se sintieron atraídos por todas las regiones, por todos los senderos de la vida, hacia el oro de California. Thoreau se quedó en casa a cultivar su mina. Le bastaban pocas millas para encontrarse en el corazón profundo de la Naturaleza. Para gran parte de nosotros, no importa donde vivamos, en este inmenso país todavía es posible recorrer pocas millas y encontrarnos con la Naturaleza. Yo que he recorrido a lo largo y a lo ancho esta tierra, he sacado esta impresión: América es un país vacío. Claro está, casi todo este espacio vacío pertenece a alguien: bancos, ferrocarriles, compañías de seguros, etcétera. Es casi imposible salir del camino trazado sin invadir una propiedad privada. Pero este absurdo acabaría si la gente comenzara a levantarse sobre las patas traseras y desertara de la ciudad y la metrópoli. John Brown y un reducido grupo de hombres derrotaron virtualmente a toda la población de América. Los abolicionistas liberaron a los esclavos, no las armadas de Grant y Sherman, no Lincoln. Una condición ideal de vida no existe, jamás, en ningún lugar. Todo es difícil y se vuelve más difícil, incluso cuando decidimos vivir a nuestro aire. Vivir nuestra propia vida sigue siendo el mejor modo de vivir, siempre lo ha sido y siempre lo será. La trampa, el mayor desengaño está en renunciar a vivir a nuestro aire hasta el día en que se cree una forma ideal de gobierno que nos permita llevar una vida mejor. Llevad una vida ejemplar, en seguida, en cada instante, al máximo de vuestras capacidades, e indirectamente, inconscientemente, lograréis la forma de gobierno más cercana a lo ideal.

Ya que Thoreau insistió tanto sobre la conciencia y la resistencia activa, podríamos pensar que su vida fue vacía y triste. No olvidemos que era un hombre que evitaba el trabajo lo más posible, sabía dedicar su tiempo al ocio. Moralista severo, no tenía nada en común con el moralista profesional. Era demasiado religioso para tener algo que ver con la iglesia y demasiado hombre de acción para tomar parte activa en la política. Era de una riqueza espiritual tan grande que no pensó en amontonar bienes, tan valiente, tan seguro de sí mismo, que no se preocupó de la seguridad, de la protección. 

Abriendo los ojos descubrió que la vida proporciona todo lo necesario para la paz y la felicidad del hombre; solamente hace falta usar lo que tenemos al alcance de la mano. «La vida es generosa», parece repetir a cada momento, «¡Tranquilos! La vida está alrededor, no allá, no en la cima de la montaña».
Encontró Walden. Pero Walden está en cada lugar donde hay un hombre. Walden se ha convertido en un símbolo. Debería convertirse en una realidad. 

También Thoreau se ha convertido en un símbolo. Pero sólo fue un hombre, no lo olvidemos. Transformándolo en un símbolo, construyéndole monumentos, destruimos la finalidad de su vida. Sólo viviendo a tope, lograremos honrar su memoria. No intentemos imitarlo, superémoslo. Cada uno de nosotros debe llevar una vida completamente diferente. No debemos intentar ser como Thoreau, ni como Jesucristo, sino lo que en verdad somos, en nuestra sociedad Éste es el mensaje de todo gran individuo, éste es el significado intrínseco de ser individuo. Ser algo menos significa acercarse a nada.


HENRY MILLER

DESCARGAR LIBRO WALDEN LA VIDA EN LOS BOSQUES:

No hay comentarios.:

Publicar un comentario