miércoles, 12 de octubre de 2016

¿Desarrollo verde? - Jeffery Webber

Cuando sobrevolamos la ciudad de Concepción, en el sur de Chile, un mag­nífico bosque de pinos se extiende a nuestros pies, cubriendo las laderas de las montañas costeras hasta las orillas del Pacífico. Sin embargo, como revela Thomas Klubock en La Frontera, los pinos no son en realidad bosques naturales sino vastas plantaciones de coníferas de América del Norte. La fumigación aérea ha eliminado los insectos, la vida vegetal y los hongos. Las interminables plantaciones de pino de Monterrey (Pinus radiata) no tienen nada de la vida abigarrada que se asocia con los ecosistemas de bosques naturales: ni mezclas de especies de plantas y árboles, ni plantas trepado­ras, ni matorral, mantillo vegetal, ni animales, ni personas. La ciudad de Concepción, en la boca del río Bío Bío, es la puerta a la industria forestal de Chile, que se extiende hacia el sur por varios cientos de kilómetros, limitada por los Andes al este y por la cordillera costera al oeste, hasta la ciudad del extremo sur de Valdivia y la región de los grandes lagos. La industria forestal es la tercera fuente de divisas del país, tras la minería y la industria. La histo­ria de éxito de Monterrey ha sido señalada como el punto clave del «milagro chileno», paradigma del desarrollo verde.

En el siglo xix esta región se conocía como «la frontera», situada más allá de las límites administrativo-territoriales del Estado chileno cuando con­siguió la independencia en 1810. Era (y sigue siendo) territorio mapuche, defendido tanto contra los incas como contra los españoles, como se reco­noció en el Tratado de Quilín en 1641. En aquella época, el terreno estaba cubierto de árboles autóctonos chilenos (el raulí y el roble de hoja caduca, el coigüe de hoja perenne) y las araucarias, entremezclados con viñedos y bambú silvestre; más al sur, en las selvas templadas de Valdivia, había vie­jos cipreses gigantes, comparables a las secuoyas de California. Desde la década de 1990, las comunidades mapuches han llevado a cabo una serie de invasiones de las plantaciones de Monterrey, propiedad ahora en su mayoría de los conglomerados financieros mayores de Chile, denunciando la imagen de los pinos como motor «verde» del desarrollo y señalando los efectos destructivos sobre la ecología local: acidificación del terreno, dese­cación de los ríos y los arroyos, destrucción de la flora y la fauna por la fumigación aérea. 

Las protestas mapuches fueron reprimidas brutalmente por los gobiernos democráticos de la Concertación, que vinieron después de Pinochet: sus militantes fueron tiroteados, sus líderes encarcelados. La Frontera de Klubock es una magnífica historia de la región, desde un punto de vista social y medioambiental, que analiza tanto las estrategias de la clase dirigente como la resistencia campesina y mapuche. El libro complementa su anterior investigación de las colonias de la minería del cobre en el centro de Chile,Contested Communities (1998). En su nuevo libro, la forestación proporciona el prisma a través del cual se examina el largo proceso de la formación del Estado capitalista chileno y su transformación de los paisajes ecológicos y sociales de la frontera. Su objetivo es escribir la historia del cambio medioambiental «de abajo a arriba». Puede también ayudar a arro­jar luz sobre la naturaleza y la ideología de las relaciones de clase chilenas. Como señala Klubock, la cuestión de cómo un país conocido por la estabi­lidad política de su sistema multipartidista pudo caer en el terror de Estado de los diecisiete años de la dictadura militar de Pinochet es menos sorpren­dente cuando se analiza desde su levantisca frontera meridional.
Aunque los relatos de viaje y las crónicas de los agentes coloniales cul­tivaron el mito de la impoluta selva virgen del Cono Sur, una terra nullius, en realidad el territorio llevaba tiempo sufriendo la intervención humana. Los bosques templados y la costa del Pacífico proporcionaban un terreno rico en caza, pesca y recolección de alimentos, hierbas y plantas medicina­les. Los mapuches también cultivaban maíz, calabazas, patatas, quinoa y frijol. Utilizaban sistemas de tala y quema a pequeña escala para desbrozar el bosque y rotar las cosechas, manteniendo así la fertilidad del suelo. En una escala más limitada también domesticaron alpacas y llamas. 

El primer siglo de la conquista española acarreó el desastre demográfico: las epide­mias de enfermedades europeas se combinaron con la guerra continua, señala Klubock, diezmando a las poblaciones indígenas del Chile central y meridional. A finales del siglo xviii los mapuches se habían recuperado e incluso comenzaron a prosperar al incorporar caballos, ganado vacuno, ovejas y variedades de cultivos europeos (trigo, avena y cebada) a sus formas tradicionales de vida, que se organizaba en torno a la agricultura a pequeña escala, la migración entre los pastos de verano e invierno para su ganado y el comercio de relativamente larga distancia, que implicaba el intercam­bio de ganado, ponchos y sal por plata, vestidos, herramientas y alcohol. El movimiento de hábitat a hábitat permitía a los mapuches disfrutar de cierta abundancia, a la vez que minimizaba el trabajo y el impacto sobre el terri­torio, como señala Klubock: «el comercio a lo largo de la costa, las llanuras y las montañas, así como con los comerciantes españoles y luego chilenos, se combinaba con las migraciones estacionales como estrategia para tener acceso a productos de diferentes zonas ecológicas, lo que se traducía en una prosperidad significativa para los grupos mapuches independientes».

A principios del siglo xix, cada vez más campesinos chilenos sin tierra se asentaron al sur del Bío Bío, relacionándose con sus vecinos mapuches, sugiere Klubock, a veces amistosamente, y otras no tanto. En la década de 1840, el incremento de la demanda de trigo en California y Australia, más o menos equidistantes de Chile, intensificó la lucha por la tierra, resuelta por medio de la quema de bosques. A partir de 1850, el antiguo enclave español de Valdivia creció con la llegada de seis mil colonos alemanes, que huían de la represión contrarrevolucionaria tras la derrota de 1848. A partir de 1860, el Estado chileno se movilizó para imponer su gobierno en la fron­tera por medio del establecimiento de fuertes militares en el sur, en lo que se llamó la pacificación de la Araucanía, completada formalmente en 1883; con frecuencia, los oficiales del ejército se hacían con fundos (haciendas) según avanzaban. Sin embargo, ya en 1866, la ley que reclamaba la propie­dad del Estado sobre la tierra recién conquistada restringía a los mapuches migrantes a reducciones, colonias permanentes sin derechos sobre la tierra por la que se desplazaban antes. Las reducciones eran pequeñas (aproxima­damente cinco hectáreas por cabeza, mientras que los colonos tenían cerca de cuarenta hectáreas por cabeza) y no alienables, gobernadas por un jefe de familia masculino o lonko. Este despojo creciente de las zonas indígenas autónomas se desarrolló en paralelo en la parte argentina de la cordillera andina, con el exterminio de los mapuches de la Patagonia, conmemorada oficialmente como la Conquista del Desierto.

Las reducciones sirvieron en gran medida para encerrar a los mapuches en colonias a los pies de la cordillera, liberando el suelo fértil del valle para los latifundistas. Al serles negado el acceso a sus campos, los mapuches se vieron forzados a basarse en el ganado, la caza y la recolección, ampliando sus redes de comercio o realizando redadas de ganado a través de los Andes (a unos 3.000 metros de altura en esta latitud) hacia las pampas argentinas. Klubock señala que la mitología nacional de la derrota de los mapuches de 1883 tuvo un perfil bajo comparada con el triunfalismo de la victoria sobre Bolivia y Perú en la Guerra del Pacífico de 1879 a 1883; los hechos heroicos de los soldados y los mineros de nitrato chilenos en el norte fueron celebrados en poemas, monumentos, libros de texto y canciones. Apunta que la razón por la que la colonización de la frontera no fue conmemorada de la misma manera fue debido a su naturaleza incompleta; las rebeliones, las protestas y las invasiones de las haciendas persistieron durante décadas después de 1883. Los enfrentamientos violentos entre los terratenientes que reivindica­ban cientos de miles de hectáreas y los ocupantes sin tierra, los mapuches decepcionados y los que aspiraban a colonos, tuvieron como resultado final­mente una comisión gubernamental que recorrió el sur en 1912. Como señala Klubock, la encomienda fue considerada como un tribunal por una gran cantidad de peticionarios campesinos mapuches y mestizos, que bom­bardearon a los funcionarios con cientos de reivindicaciones de derechos de territorio contra los propietarios de los fundos.

Klubock define el proyecto de domesticar tanto a la población como a la naturaleza de la frontera como una idea impulsora del imaginario de la clase dominante chilena. A lo largo del siglo xx, con variaciones sutiles y matiza­das, los bosques naturales y artificiales de las provincias del sur, conservaron un lugar prominente en los planes de la elite para el desarrollo nacional. Finalmente, la plantación de pinos surgiría como una solución tecnocrá­tica a las crisis sociales y económicas: una solución que evitaba la reforma agraria y mantenía las relaciones de propiedad existentes. La silvicultura comercial «civilizaría el mundo social y el natural por medio de la gestión racional de los árboles y las personas». La Frontera plantea la problemática de una serie de preguntas interrelacionadas: ¿cómo llegaron las plantaciones de pino de Monterrey a dominar Chile y a desplazar a tantas comunidades indígenas y campesinas? ¿Cómo conectó esta inundación de coníferas con la historia profunda del capital y la formación del Estado chileno, así como con la contrarrevolución del libre mercado impuesta por Pinochet? ¿Cómo deberíamos evaluar el peso diferencial de los determinantes estructurales a largo plazo y los catalizadores coyunturales a corto en los duros conflictos actuales entre los conglomerados de la industria forestal privada y las comu­nidades mapuches?

En contra de la noción ampliamente extendida de que el dominio del pino en el sur de Chile es el resultado de las reformas neoliberales de Pinochet, Klubock demuestra que la implantación de la conífera nortea­mericana fue fundamentalmente el resultado de programas de desarrollo y políticas forestales estatales muy anteriores. A partir de 1900, los funciona­rios de colonización y de tierras trataron de «imponer la autoridad del Estado sobre los paisajes naturales y sociales de la frontera». La tala de los bosques autóctonos para la agricultura ya había comenzado a producir degradación ecológica, que incluía sequías y erosión del terreno. En 1910 se estableció una agencia forestal, liderada por Federico Albert, un ingeniero forestal de formación alemana que, como su colega Gifford Pinchot en Estados Unidos, consideraba que la gestión de los recursos naturales era un componente clave de la fortaleza nacional. Las coníferas septentrionales fueron plantadas, en principio, como sustituto de crecimiento rápido de los árboles autóctonos, por la compañía minera Lota a unos treinta kilómetros al sur de Concepción. Pero fue durante la Gran Depresión cuando se dieron los primeros intentos concertados de la silvicultura comercial. Con las exportaciones mineras casi paralizadas después de 1929 y los precios del trigo congelados para alimen­tar a las ciudades en crecimiento, la Ley de Bosques de 1931 del gobierno de Ibañez proporcionó subsidios para la plantación de coníferas y reguló la explotación maderera de los bosques autóctonos. Los nuevos fondos de pensiones de Chile se convirtieron en los principales inversores. Desde el primer momento, el poder político y los intereses capitalistas se asociaron: la principal empresa papelera del país estaba dirigida por el hijo de un expresi­dente, Jorge Alessandri, que llegaría a ocupar el palacio presidencial de 1958 a 1964, pasando después a presidir el Consejo de Estado de Pinochet.

Durante la Segunda Guerra Mundial, la interrupción de los suministros de pasta de papel de Escandinavia tuvo como resultado el fuerte incremento de la producción local. Sin embargo, la infraestructura disponible en la frontera era casi inexistente: los árboles se talaban a mano con hacha y las carretas de bueyes transportaban los troncos a la papelera. La siguiente fase de la modernización forestal fue lanzada con la ayuda de Estados Unidos. Un informe de 1946 del Servicio Forestal estadounidense instaba a la expan­sión de las plantaciones de pino en contra del desarrollo de los bosques autóctonos. La financiación de la Guerra Fría del Banco de Exportación e Importación de Estados Unidos otorgó subsidios a los viveros de árboles jóvenes, aserraderos y fábricas de celulosa. Las plantaciones de pino en el sur, impulsadas por los grandes terratenientes, el Estado chileno y las orga­nizaciones de desarrollo internacionales, se habían duplicado en la década de 1960 hasta alcanzar las doscientas cincuenta mil hectáreas. Se dilucidaba tanto la expansión económica como los proyectos de ingeniería social. Las autoridades gubernamentales estaban convencidas de que la industria fores­tal «moldearía a una población de trabajadores rurales sin tierra, a menudo rebelde e itinerante, para convertirla en una fuerza de trabajo estable y asen­tada», escribe Klubock. Definían a la población campesina de la frontera como «socialmente problemática y ecológicamente destructiva», siendo sus esquemas de cultivo una causa más de la deforestación, la sequía y la ero­sión. Los funcionarios pretendían transformar la relación de los campesinos con la naturaleza al incorporarlos a la economía forestal.

Gran parte de La Frontera está dedicado a la historia centenaria de las protestas de los campesinos y los ocupantes contra el despojo del territo­rio llevado a cabo en nombre de la gestión moderna del bosque. En 1934, por ejemplo, los campesinos de la hacienda de Ránquil en Lonkimay inicia­ron un levantamiento rural militante después de agotar toda una letanía de estrategias legalistas:
Un ejército de cientos de trabajadores de la hacienda, hambrientos y mal vestidos, colonos y ocupantes, saquearon los almacenes de la empresa (pul­perías) que pertenecían a las grandes haciendas de la región. Armados con revólveres, rifles y palos, atacaron también los puestos de carabineros y las casas de los terratenientes locales. Durante más de una semana los campesi­nos rebeldes controlaron una zona significativa de Lonkimay, ayudados por las fuertes nevadas que aislaron la zona del mundo exterior.

De acuerdo con Klubock, los campesinos del territorio fronterizo conside­raron la industria maderera y la deforestación parte de «un modelo más amplio de injusticia, enraizado en las desigualdades profundas del territo­rio y en su exclusión de los recursos de los bosques templados del sur de Chile, durante las primeras décadas de la colonización». Con cada nueva plantación, cada nueva normativa, los campesinos indígenas y no indígenas se enfrentaban a nuevas restricciones con respecto a la utilización tradicio­nal de los bosques. En un lenguaje que recuerda al de La formación de la clase obrera en Inglaterrade Edward P. Thompson, Klubock describe cómo los mapuches, los ocupantes y los campesinos intentaron defender sus «economías morales» de los bosques autóctonos, en las que la explotación tradicional aseguraba un acceso compartido. Para los mapuches, esas rei­vindicaciones se basaban en un sentido histórico del derecho al territorio; para los campesinos colonizadores se basaban en el concepto de «territorio público» arraigado en la ley de colonización chilena; para ambos, los bos­ques fronterizos se concebían como un recurso común. Los empobrecidos mapuches y los granjeros mestizos sin tierra, con modos de vida y formas de ser complementarios, se enfrentaron juntos al abuso de la autoridad estatal, a la lógica de la acumulación de capital y a los intereses de los grandes terra­tenientes para que la industria forestal privada avanzase. El tema recurrente es el de la desposesión: la recreación continua de lo que Marx llamaba la acu­mulación originaria en la que los productores se veían apartados a menudo a la fuerza o fraudulentamente de sus medios de subsistencia y convertidos en trabajadores sin propiedades. Para Klubock la desposesión en la frontera del sur alcanzaba dimensiones tanto sociales como ecológicas. Durante las décadas de 1930 y 1940, cuando la expansión de las coníferas echaba a los campesinos de su tierra,
perdieron el acceso a sus bosques autóctonos y constataron la destrucción de sus cosechas debido a los incendios incontenibles de los bosques, la matanza de su ganado y el aislamiento de sus pequeños sembrados rodeados por las plantaciones de pino, que secaban las cuencas de agua y los arroyos. Su único recurso era encontrar trabajo en la mina. La empresa adquirió tierra para sus plantaciones y fuerza de trabajo para sus minas de carbón. El relato explica con nitidez el movimiento dialéctico de los cambios ecológicos y sociales, que produjo la doble alienación de la fuerza de trabajo de Lota: el trabajo alienante de los mineros campesinos proletarizados y su desafección hacia el paisaje transformado y cubierto de plantaciones de pino.

Los desposeídos de la frontera sureña estuvieron a punto de conseguir sus objetivos con la coalición de socialistas, comunistas y cristianos de «izquierda» de la Unión Popular de 1970-1973, liderada por Salvador Allende, pero incluso este periodo estuvo lleno de contradicciones. El gobierno de Allende se comprometió con la expropiación de grandes haciendas no productivas, que iban a ser transformadas en cooperativas de campesinos, aunque por medio de las instituciones ya existentes. La década de 1960 y los primeros años de la de 1970 fueron testigos de una oleada de ocupaciones de tierras, o tomas, sobre todo en el sur. Klubock señala que los dirigentes de las organizaciones campesinas llegaron a la conclusión de que era imposible conciliar el compromiso expresado por Allende en pro de la justicia agraria y simultáneamente defender la Ley de Reforma Agraria de Eduardo Frei, a tenor de la cual los terratenientes conservaban un alto grado de protección contra la expropiación. La negativa del gobierno a expropiar grandes haciendas forestales comercialmente viables convenció a muchos campesinos de que era necesario tomarse la justicia por su mano. Presentar una petición legal de expropiación era «una forma segura de perder», se puede leer en una carta de un activista campesino citada aquí:

Para cuando la reforma agraria llegue aquí, no quedarán bosques en losfundos, para entonces ya habremos muerto todos de hambre, pero los ricos habrán tenido tiempo de prepararse. Decirnos que tenemos que parar lastomas, es dar a los ricos la oportunidad de explotarlo todo y dejarnos las cáscaras.

Fiel reflejo de la timidez institucional del gobierno de Allende, su plan para la frontera «es un calco de la lógica desarrollista de las décadas de 1950 y 1960», que ponía el énfasis en la industrialización orientada a la exportación, por medio de «asociaciones» de inversores locales, estata­les y extranjeros. Sin embargo, Klubock sugiere que muchos campesinos y agricultores mapuches confiaban en que las plantaciones de pinos sub­vencionadas por los gobiernos de Frei y Allende pudieran complementar sus huertas y su ganado, especialmente al pie de la cordillera costera donde los bosques autóctonos habían casi desaparecido. Una miríada de objetivos opuestos (el apoyo a la petición de tierra de los campesinos, el desarrollo del empleo en la industria forestal orientada a la exportación, la conservación de los bosques autóctonos para salvarlos de su extinción y las propuestas de introducción de nuevas plantaciones) coexistieron en la teoría y la práctica de la legislación agraria de Allende. Sin embargo, fue el único periodo en el que el objetivo general de reducir la desigualdad social en el campo y el com­promiso con una reforma agraria redistributiva, estructuraron el programa de desarrollo del gobierno chileno.

Todo cambiaría radicalmente con la dictadura de Pinochet; algunas de las peores masacres después de 1973 tuvieron lugar en las zonas rurales meridionales. Las plantaciones de pino fueron ampliadas de nuevo por losChicago boys pero ahora fueron acompañadas por una represión implacable contra la militancia obrera y por políticas arrolladoras de privatización del bosque. Como indica La Frontera:
La industria forestal ya no estaba encaminada a beneficiar a los pobres del campo. En su lugar, los frutos de una industria construida por medio de una aportación estatal significativa desde la década de 1930 cayeron en manos de un pequeño grupo de conglomerados financieros, que se hicieron con los terrenos forestales y expulsaron a los campesinos de las haciendas en todo el sur de Chile.

Los trabajadores sin tierra y los mapuches del campo engrosaron las filas de los desempleados en Santiago y las ciudades del sur. Pero si la repre­sión de Pinochet impuso la paz del vencedor en la frontera, las invasiones mapuches del territorio de la década de 1990 dejaron claro que no habían sido vencidos. Desde 1990, las características neoliberales fundamentales de la economía chilena introducidas por Pinochet se han conservado bajo un gobierno formalmente democrático; durante dos décadas, los gobiernos de la Concertación de centro izquierda se han entregado a una combinación de austeridad y gestión económica tecnocrática. En el sur, han utilizado las leyes antiterroristas y de seguridad nacional (algunas de la década de 1930, otras aprobadas por Pinochet) para someter el obstinado desafío mapuche. Klubock señala que «durante los últimos años de la década de 1990 y los primeros de la siguiente, gran parte de los bosques del sur de Chile parecían territorio ocupado, con la presencia masiva de carabineros que protegían las plantaciones de árboles y cercaban las comunidades mapuches».

Igual que los luditas fueron considerados en su época un estorbo con­tra la modernidad por rebelarse contra el progreso y la razón, la resistencia mapuche contemporánea es tildada por los representantes forestales y los funcionarios estatales chilenos de retrógrada y anticuada, incluso destructiva desde el punto de vista medioambiental: señalan, por ejemplo, la decisión táctica de los mapuches de quemar los camiones madereros. En la guerra ideológica, sin embargo, los mapuches han incorporado cada vez más el dis­curso ecologista, relacionándolo con las antiguas tradiciones de la protesta cultural. Aunque los pinos de Monterrey tienen la ventaja de crecer rápido en terrenos deforestados y sobreexplotados por la agricultura, proporcionan celulosa de fibras largas para hacer pasta de papel y pueden servir para ali­viar la presión de los bosques autóctonos, también es cierto que devuelven pocos nutrientes al terreno. Sus agujas retienen mucha agua, contribuyen a desecar y acidificar el terreno y las fumigaciones químicas desde el aire, necesarias para mantener las plantaciones impolutas, matan la caza y el ganado de los campesinos. A principios de la década de 2000, los mapuches presentaron su lucha por la recuperación de su territorio como la defensa de la ecología y la biodiversidad. El ruido subterráneo del movimiento mapu­che persiste, aliado ahora con el movimiento estudiantil antineoliberal que estalló de nuevo en 2011. En 2014, al inicio de la segunda presidencia de Bachelet, recordaron la primera (2006-2010), en la que encarceló a muchos líderes mapuches con acusaciones de terrorismo.

La Frontera es una contribución importante al creciente número de publicaciones de ecología social histórica. El superciclo de las materias pri­mas de 2002 a 2012, empujado por el crecimiento de China, ha visto un aumento de la producción primaria latinoamericana (minerales, gas natural y petróleo, cultivos agroindustriales) con intensos debates sobre el llamado «nuevo extractivismo». Ha sido acompañado de la efervescencia de la pro­testa socioecológica, que frecuentemente ha sufrido la represión policial, incluso de los gobiernos de la nueva izquierda de la «marea rosa». Estas dinámicas han sido objeto de una abundante investigación sociológica, aunque gran parte de la misma se ha caracterizado últimamente por un extraño ahistoricismo. En conjunto, los investigadores solo se han remon­tado a la reestructuración neoliberal de las décadas de 1980 y 1990; incluso en ocasiones la discusión sobre el extractivismo queda restringida al siglo xxi. Klubock nos presenta una alternativa importante a este provincianismo temporal, con su cuidado análisis de los cambios en las relaciones sociales y medioambientales desde la «pacificación» de la década de 1880. Su libro es la culminación de doce años de investigación en los que combina una meti­culosa búsqueda de informes oficiales, registros ministeriales, archivos de los gobiernos regionales y los historiales de los casos judiciales sobre temas relacionados con los indígenas con numerosas entrevistas de trabajadores no cualificados de la industria forestal, líderes sindicales, campesinos y magnates de la industria forestal, así como con las peticiones rechazadas y las cartas de los trabajadores, los campesinos desposeídos y los activistas mapuches.

Klubock compara su lucha con la descrita por Edward P. Thompson en Whigs and hunters (1975), en especial la de los cazadores furtivos ingleses del siglo xviii conocidos como «los Negros», que incendiaban graneros y pajares para protestar contra el cerramiento de los bosques comunales; y por Peter Sahlins en Forest Rites (1994), el análisis clásico de las protestas campesinas de la década de 1830 en Ariege. «Aunque la apropiación de las pequeñas parcelas de los agricultores campesinos durante la ampliación de la dinámica economía forestal chilena fue modulada por las características del medioambiente y la historia social de Chile, es posible considerar este proceso como parte de una historia global más amplia, que empezó con el proceso de cercamiento que surgió de las primeras leyes forestales y el desarrollo de las prácticas forestales modernas en Europa y sus colonias, y después se extendió a otras partes del mundo con la ampliación del mercado capitalista». ¿Es demasiado fácil? Los principales agentes de este proceso en los bosques del Cono Sur (la conquista colonial exterior, la ayuda de Estados Unidos, el neoliberalismo de Chicago) no son en absoluto evidentes en la Inglaterra georgiana o la Francia de Orleans. Por el contrario, una compa­ración exhaustiva con otras luchas indígenas y campesinas (en América Latina, África, India o el Sureste asiático) habría servido para proporcionar una representación más nítida de las fuerzas en conflicto. De nuevo, aun­que Klubock vincula el enfoque sociohistórico con el desarrollo capitalista, mostrándose sensible a la producción simultánea de paisajes y ecologías, no se detiene a teorizar sus interrelaciones. No hay un análisis crítico de lo que Jason Moore ha llamado el «capitaloceno», la era definida por el capitalismo entendido como una ecología global, en la que la producción de naturaleza, la acumulación de capital y el ejercicio del poder tienen que ser entendidos como una unidad dialéctica. Klubock no cita a Moore y su utilización de la teoría es más ligera, pero la disección detallada de un siglo de industria forestal en el sur de Chile complementa y enriquece la visión general y el repaso histórico global de Moore.

Thomas Miller Klubock, La Frontera: Forest and Ecological Conflict in Chile’s Frontier Territory, Durham (nc), Duke University Press, 2014,

 new Left review 96

enero - febrero 2016

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