Pero los tiempos cambian, y hoy en día el estudio de la desigualdad es uno de los ámbitos de investigación económica más pujantes. Autores como Thomas Piketty o Branko Milanovic –dignos herederos del gran Tony Atkinson– aparecen hoy en las listas de economistas más influyentes y sus libros en las listas de los más vendidos.
No obstante, aún son muchas las voces que defienden que lo importante no es combatir la desigualdad, sino terminar con la pobreza. Los argumentos empleados, sin embargo, suelen adolecer de tres errores: confundir la desigualdad a nivel internacional con la desigualdad interna o intranacional, subestimar la relación entre desigualdad y crecimiento y sobreestimar la relación entre redistribución y crecimiento.
1. La desigualdad interna es la otra
cara de la igualdad internacional
Este error conceptual sobre el ámbito analítico de la desigualdad se añade al prejuicio que confunde el concepto de igualdad con el de igualitarismo, es decir, la defensa de una igualdad no sólo formal –de derechos y obligaciones– y de oportunidades, sino también de resultados. Pero eso no es así: los principales teóricos de la desigualdad defienden no sólo las ventajas, sino incluso la necesidad de una cierta desigualdad, basada exclusivamente en un mayor esfuerzo, capacidad o ambición relativos, para generar unos incentivos adecuados y promover el crecimiento. El problema no es que haya una cierta desigualdad: es que esta sea excesiva, calificación que habrá que modular no sólo en función de su valor (generalmente a través del Índice de Gini referido a la renta, complementado con los de riqueza y de consumo), sino también de su tendencia.
2. La desigualdad perjudica el
crecimiento
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Vía riesgo político: aparte de los riesgos generales de que una desigualdad excesiva se traduzca en la captura del proceso político por unas élites –generalmente proteccionistas de sus monopolios– y los derivados de la menor cohesión social, el FMI señala que, en los países en desarrollo, la desigualdad excesiva suele traducirse en un descontento social que termina por minar la estabilidad política. Por otra parte, en los países desarrollados la desigualdad suele dificultar la defensa de políticas que contribuyen al crecimiento, como la liberalización comercial o la integración económica. El desarrollo de los nuevos populismos en Estados Unidos y Europa se ha visto sin duda favorecido por la percepción de una mayor desigualdad.
Vía riesgo financiero (a través del ahorro): La idea, defendida por economistas como Larry Summers, es que la desigualdad aumenta el ahorro, porque las clases más ricas consumen una menor proporción de su renta (la propensión marginal al consumo es decreciente con el nivel de renta). La acumulación del ahorro presiona a la baja los tipos de interés, estimulando los precios de los activos y alentando el endeudamiento, en especial el de los hogares de renta media y baja con bajos salarios. Algunos estudios del FMI alertan del peligro en los países desarrollados de este sobreendeudamiento derivado de la desigualdad, que a la larga puede desencadenar crisis como las de la Gran Depresión o la Gran Recesión.
Vía productividad: Una excesiva desigualdad limita la capacidad de las capas más bajas para asumir riesgos e invertir, especialmente en capital humano (formación), o la condiciona a su salud (especialmente en ausencia de cobertura médica), lastrando el crecimiento futuro.
3. La redistribución no perjudica al
crecimiento
Al mismo tiempo, la realidad demuestra que la mayor parte de los efectos redistributivos –diferencias entre el Indice de Gini de la renta buta y neta– se producen por la vía de los gastos, más que de los impuestos. El FMI destaca que el mantenimiento y mejora de infraestructuras es una de las mejores vías, y un reciente estudio de Fedea atribuye al gasto el 93% del efecto redistributivo en España.
Finalmente, tan importante o más que la redistribución a posteriori es la redistribución a priori, o predistribución, íntimamente ligada a la igualdad de oportunidades: el gasto público en educación, formación y sanidad o las políticas activas de empleo pueden ser el mejor modo de garantizar la igualdad de oportunidades y evitar una desigualdad posterior.
La desigualdad ha pasado ya a primer plano dentro de las políticas y recomendaciones del Fondo Monetario Internacional –iniciadas a raíz de su análisis de Bolivia– y del Banco Mundial, y es de esperar que el resto de organismos internacionales la incorpore a sus análisis. Por lo pronto, es bueno que se consolide la idea de que los recortes en sanidad o educación no sólo comprometen el crecimiento vía deterioro del capital humano, sino también vía incremento de la desigualdad.
Por otro lado, el propio FMI reconoce que la financiarización de la economía y el sobreendeudamiento de las familias de renta media y baja son factores que favorecen la desigualdad, lo que hace recomendables medidas macroprudenciales y de control del sistema financiero.
Desde el punto de vista de la estructura impositiva, siempre será mejor estimular impuestos sobre el capital –que fomentan la igualdad de oportunidades– que recargar excesivamente los impuestos sobre la renta o los salarios, así como favorecer una adecuada progresividad del sistema en su conjunto.
Finalmente, desde el punto de vista de los gastos, es preciso estimular tanto los que favorezcan la redistribución (infraestructuras) como los que promuevan la predistribución (desarrollo y nutrición en primera infancia, sanidad y educación universales y de calidad, formación profesional, políticas activas de empleo), incluyendo en su valoración los efectos externos sobre la desigualdad.
En conclusión, la reducción de la desigualdad no debe considerarse un subproducto de la lucha contra la pobreza, sino un elemento crucial de la estrategia de crecimiento de un país: no es posible crecer ni combatir la pobreza mientras existan niveles de desigualdad excesivos.
Artículo escrito en colaboración con el Blog NewDeal – Blog de Política Económica
Image: REUTERS
09/03/2017
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