Los resultados de la investigación del asesinato de la activista
ecologista hondureña Berta Cáceres han vuelto a poner sobre la mesa la
peligrosa connivencia en algunos países de Latinoamérica del poder político —ya
sea local o nacional— con la violencia mortal ejercida contra quienes se oponen
a la esquilmación de los recursos naturales.
Cáceres era una figura icónica en Honduras por su lucha a favor
del medioambiente y de los pueblos indígenas. En particular denunciaba la
expropiación ilegal de sus tierras por parte del Estado y la explotación irregular
de los recursos naturales del país. Una de sus principales victorias fue la
paralización de la construcción de una presa que estaba construyendo una gran
compañía china. En marzo de 2016 fue asesinada en su domicilio y el Gobierno se
comprometió a aclarar los hechos. Año y medio después, las conclusiones de la
investigación son muy negativas para las propias autoridades del país:
funcionarios del propio Gobierno de Honduras y empresarios de alto nivel están
vinculados con el asesinato.
Honduras es uno de los países más peligrosos para los activistas
defensores del medio ambiente. Solo en 2016 fueron asesinadas 14 personas. Pero
desgraciadamente no es el único en una lacra que ya se prolonga durante
demasiado tiempo. En todo el mundo durante el año pasado fueron asesinadas por
este motivo más de 200 personas. Y a ello habría que sumar lesiones, agresiones
y amenazas.
Los Gobiernos en cuyos países suceden estos hechos están en la
obligación de proteger la vida de sus ciudadanos por muchos inconvenientes que
les puedan plantear sus ideas. No tiene sentido ratificar tratados
internacionales de protección del medio ambiente mientras en el interior de sus
territorios hay individuos o grupos organizados que pueden atentar sin temor
contra la vida de personas como Berta Cáceres
Foto: Berta Cáceres, ecologista de Honduras
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