Las intervenciones sociales basadas en hacer observable nuestra forma de proceder, y en la información sobre cómo se comportan los demás, alcanzan un grado de éxito enorme en comparación con muchas intervenciones basadas en mecanismos de coste/ beneficio
Hace un algún tiempo, un alumno despechado quería
retirarse de una de mis asignaturas en la UAM y me decía: "A mí no me
evalúa cualquiera".
Qué gran error, qué mala lectura de la realidad. A los
seres humanos, precisamente, nos evalúa cualquiera: todos y cada uno, y durante
casi todo el tiempo. Igual que los chimpancés y bonobos en la intensa vida
social de sus grupos, pasamos casi todo el tiempo midiéndonos los unos a los
otros. La contingencia de la evaluación formal –mediante nota— que este alumno
quería evitar no es sino un minúsculo caso particular de un fenómeno mucho más
vasto. También él me estaba evaluando a mí, todos y cada uno de mis alumnos lo
hacen cada vez que nos encontramos (incluso si no cumplimentan las encuestas de
evaluación formal que la universidad diseña para ello).
He señalado a veces que individualmente podemos vivir
mejor, ganando libertad y serenidad, si somos capaces de tomar cierta distancia respecto a esa incesante actividad
evaluadora. Depender
menos de la mirada de los demás –pero evitando la fácil y degradante vía del
desprecio, claro está–. Salir en lo posible del incesante juego de las
comparaciones: soy más que tú, soy menos que tú, voy a menoscabarte o dañarte
para ser al menos igual que tú… Es uno de los caminos más valiosos para rebajar
nuestra egocentricidad –y esto último me parece uno de los prerrequisitos para
la vida buena–.
Sin embargo, hoy quiero subrayar otro aspecto de esta
dependencia humana de la mirada de los demás: puede ser una herramienta muy eficaz
para promover conductas cooperativas que hoy necesitamos
desesperadamente. Y es que, a pesar de los denodados esfuerzos del capitalismo
por transformarnos en Homo economicus, básicamente seguimos siendo Homo
socialis. Esto tiene
enormes implicaciones en todos los aspectos de nuestras vidas –también en la
promoción de las conductas cooperativas y la facilitación de la acción
colectiva–.
Así, nos hace falta cooperación a gran escala si
tratamos de reducir el consumo de agua (en un mundo donde la escasez de agua
dulce aprieta cada vez con más fuerza en regiones enteras), o de otros recursos
naturales; o si intentamos rebajar las emisiones de gases de “efecto
invernadero”. Pero ¿cómo estimular la cooperación? La respuesta estándar de la
cultura dominante --en el Imperio de la Mercancía donde vivimos– apuntará sin
duda a mecanismos de coste/ beneficio que proporcionen incentivos individuales.
Por ejemplo –si de ahorrar agua se trata–, incrementos de precio.
Pero aquí topamos con varios problemas. Uno de ellos es
lo que los economistas llaman "inelasticidad", o respuesta débil a
las variaciones de precios: así, pongamos por caso, California está padeciendo
en esta primavera una sequía extrema vinculada con el calentamiento global,
pero se sabe que los y las californianas siguen gastando mucha agua aunque los
precios aumenten bastante:a un incremento del 10% en los precios sólo responde
una reducción del consumo del 2-4%. Harían falta aumentos de precios
políticamente inviables para llegar a los ahorros necesarios. Y otro enorme
problema, claro está, es que los aumentos lineales de precios de bienes básicos
como el agua, en ausencia de mecanismos de compensación, generan aún más
desigualdad socioeconómica.
Pero la investigación social muestra que, como antes
señalé, somos Homo socialisantes que Homo
economicus. Tenemos una reputación que mantener… y dependemos
enormemente de la mirada de los otros, de su juicio sobre nuestra conducta. Las intervenciones
sociales basadas
en hacer observable nuestra forma de proceder, y en la información sobre cómo
se comportan los demás, alcanzan un grado de éxito enorme en comparación con
muchas intervenciones basadas en mecanismos de coste/ beneficio. El
deseo de que los demás tengan buena opinión de mí (como un vecino que ahorra
agua por el bien de la comunidad, pongamos por caso) pesa más que los
incentivos materiales que se me puedan proporcionar.
Por ejemplo, una empresa con sede en San Francisco
–WaterSmart Software– envía anuncios publicitarios que permiten a los
propietarios de viviendas comparar su consumo de agua con el de sus vecinos.
Esta sencilla medida reduce el uso del agua entre un 2 y 5% –¡lo mismo que un
aumento de precios del 10%!–. La conclusión de Erez Yoeli y Syon Bhanot
(economistas de la Universidad de Harvard) y de Gordon Kraft-Todd y David Rand
(psicólogos de la Universidad de Yale) es nítida: "La moneda que más nos
importa no se mide en dólares y centavos, sino en las opiniones de los
demás".
Jorge Riechmann
22/06/2015 - 20:41h
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