El
27 de mayo de 2014, a las ocho y media de la tarde, y en La 1 de Televisión
Española, comenzó esta gran aventura en la que se ha convertido el programa Aquí la Tierra, del que tengo la grandísima suerte de
dirigir y presentar.
Después de unos cuantos meses de vida, podemos decir que el
espíritu de este espacio televisivo está ya muy definido, y que consiste en
entretener al espectador a medida que viaja por el planeta Tierra y descubre
cómo muchísimas cosas de las que le rodean están condicionadas claramente por
el clima.
A partir de aquí, y de forma consecuente, se desarrollan especies
vegetales y animales que configurarán un paisaje determinado, seguramente
modelado por la acción de los fenómenos meteorológicos de mayor capacidad
erosiva, como son el viento, el hielo y el agua. Es muy probable que los
cultivos que se adapten a esas determinadas condiciones climáticas acabarán
creando una gastronomía propia de la zona y en ser una parte importantísima en
las manifestaciones culturales de los que viven en una región. Entre otras, de
un estilo arquitectónico y de unas técnicas que permitirán combatir el frío
intenso del invierno.
En definitiva, se trata de comprender un poco más el paisaje que
nos rodea, para así aumentar la estima que debemos tener por el planeta,
nuestra única casa, y de la que el estilo de vida urbano nos ha alejado. Así
pues, lo decimos con una sonrisa bien grande, alto y claro: Aquí
la Tierra.
Los cambios de tiempo —meteorológico— y el cambio
de estaciones afectan a nuestra salud, tanto a la física como a la psicológica.
Los síntomas pasan de la tan nombrada astenia primaveral a agravamientos de enfermedades
como la esquizofrenia. Trataremos de explicar por qué sufrimos algunas
molestias en las articulaciones ante estos cambios y por qué un viento seco y
recalentado puede triplicar los ataques de pánico o disparar la tasa de
mortalidad. El clima está tan relacionado con nuestra salud que incluso algunos
doctores alertan a sus pacientes con el pronóstico del tiempo en la mano.
EL CONFORT CLIMÁTICO
La diversidad de tiempos y climas que podemos
encontrar en el planeta Tierra no evita que la mayoría de la población tenga
muy claro cómo es y dónde está el máximo confort climático. Todos huimos de
aquellos lugares con abundantes días de lluvia al año o de aquellos que se
caracterizan por tener estaciones claramente diferenciadas, en las que unos
pocos meses concentran toda la precipitación anual, como es el caso de los
climas monzónicos. Por supuesto, huimos de los lugares donde las temperaturas
son muy bajas o muy altas, o incluso de las áreas donde existe una diferencia
demasiado marcada entre las temperaturas nocturnas y diurnas. A todo ello, y si
nos dejaran escoger, diseñaríamos un clima con muchas horas de sol y poca
nubosidad, al que sumaríamos un viento inexistente o en todo caso muy débil.
Como en tantas otras ocasiones los deseos se
vuelven realidad, y los españoles tenemos la suerte de habitar en un país que
posee muchos lugares con esas preferencias «climáticas». Tanto la costa
mediterránea como los dos archipiélagos —Baleares y Canarias— cumplen con los
requisitos anteriormente mencionados. Incluso el archipiélago canario ha
aprovechado estas virtudes para resaltarlas en sus campañas de promoción
turística, catalogando su clima como «el mejor del mundo».
Más allá de la evidencia que supone encontrar a
miles de alemanes, holandeses o escandinavos en Benidorm, Mallorca o Gran
Canaria, ¿existen razones científicas para justificar por qué nos sentimos
mejor en estos lugares que en otros? Claramente sí. Es evidente que si
preguntamos qué temperatura es la más confortable a los que nos rodean, habrá
divergencias notables, aunque la mayoría se moverán en un arco de 20 a 25 ºC.
En teoría, la temperatura del aire cercana a los 22/23 ºC sería la óptima para
nuestro cuerpo, porque no tiene que hacer ningún esfuerzo en combatir el frío
ni intentar reducir el calor, es decir, no necesita activar ningún mecanismo
termorregulador para mantener los 37 ºC que necesita para funcionar a pleno
rendimiento.
LOS MECANISMOS TERMORREGULADORES
DEL CUERPO HUMANO
DEL CUERPO HUMANO
Para combatir las bajas temperaturas lo primero
que hace el ser humano es abrigarse de forma voluntaria. A partir de aquí, y en
caso de no tener a mano la ropa necesaria, cualquiera puede observar cómo
nuestro cuerpo empieza a «pedirnos» que nos movamos; primero con movimientos
suaves y luego bastante más virulentos. Comenzaremos a frotarnos las manos con
fuerza, para dar paso a un chasquido continuo de los dientes. En todos los
casos, nuestro cuerpo busca aumentar el ritmo de circulación de la sangre para generar
calor y compensar la pérdida de energía a través de la piel que se produce en
un contexto de temperaturas bajas.
En ese escenario también se produce la
vasoconstricción, que reduce la superficie de los vasos sanguíneos para
disminuir la disipación de la energía. Por esta razón, la llegada de
temperaturas más bajas en invierno hace que orinemos más que en verano, y por
esta misma razón son las manos y los pies los primeros en sufrir los daños por
congelación. Nuestro cuerpo, en casos extremos, prefiere garantizar la
supervivencia de los órganos vitales —corazón, intestinos, cerebro— y
arriesgarse a perder los «menos» necesarios.
Para afrontar un contexto opuesto, protagonizado
por las altas temperaturas, la mayor herramienta es la vasodilatación y la
sudoración. En el primer caso, aumentar la velocidad de circulación de la
sangre permite un uso más elevado de los vasos capilares, los más cercanos a la
piel, a través de los cuales se disipa la energía y se pierde calor. A este
mecanismo se le suma la sudoración, una película de líquido que nuestro cuerpo
forma sobre la piel a través de los poros y las glándulas sudoríparas, que se
evapora «robando» calor al cuerpo, ya que la reacción física que cambia de
estado líquido a gaseoso requiere de energía. Eso sí, todo tiene un límite, y
si la pérdida de líquidos supera el 5 por 100, nuestro cuerpo empieza a sufrir
problemas serios como vómitos y espasmos musculares. Si la disminución supera
el 15 por 100, cruzaremos el umbral que nos llevará a la muerte.
LA TEMPERATURA DE SENSACIÓN
Una vez comprendidos los mecanismos que de forma
innata poseemos para contrarrestar un ambiente caluroso o bien frío, es fácil
entender en qué contextos estos sistemas encuentran dificultades para funcionar
correctamente. Por ejemplo, en condiciones de calma, nuestro cuerpo crea una
capa de aire de pocos milímetros de espesor —denominada «capa límite»— que se
calienta al estar en contacto con la piel. En el momento en el que sopla el
viento, este se lleva esta capa, exponiendo la piel al aire frío y provocando
que el cuerpo se vea obligado a calentar de nuevo esa capa. Si el viento
aumenta, la temperatura de la piel acabará bajando y la sensación de frío
aumentará. Si la piel, además, está húmeda, la pérdida de calor será todavía
mayor.
A partir de esto nace el concepto de temperatura
de sensación, que tiene en cuenta la temperatura y el viento. Por ejemplo, a
una temperatura de 0 ºC, con un viento de tan solo ocho kilómetros por hora, se
transforma en una temperatura de sensación próxima a los –2,5 ºC. Si el viento
supera los treinta kilómetros por hora la sensación será de –12,5 ºC; mientras
que con sesenta kilómetros por hora la temperatura de sensación se dispara a
los –20 ºC. Es fácil comprender cómo esa temperatura de sensación se
acentúa todavía más con valores claramente negativos, que ponen en riesgo la
salud, al propiciar el congelamiento de las extremidades del cuerpo humano en
menos de un minuto o de treinta segundos, tal y como indica la tabla.
Realmente, la temperatura de sensación no es más
que un dato subjetivo, que depende de cada persona, de su edad y de su
constitución —las personas con mayor cantidad de grasa en su cuerpo se enfrían
más lentamente que las delgadas—. También influye en la sensación de frío lo
habituado que estemos a sufrir tan bajas temperaturas, la calidad de la ropa
que llevemos, si está mojada o no, o incluso de si hace sol, puesto que la
radiación solar que recibamos ayudará a combatir la pérdida de calor del
cuerpo. Por esta razón, Canadá tomó las riendas para encabezar una revisión del
sistema que calculaba la temperatura de sensación, ya que en este país cada año
mueren unas ochenta personas a causa de una sobreexposición al frío, y en el
que se alcanzan temperaturas de hasta –75 ºC de sensación, con un congelamiento
de la piel en menos de dos minutos. En el año 2000, cuatrocientos participantes
de treinta y cinco países distintos realizaron una nueva forma de cálculo.
A partir de ese momento, la pérdida de calor a través de la piel de la cara se
fijaba como referencia al ser la parte del cuerpo más expuesta a condiciones
ambientales extremas (véase tabla 2).
El viento provoca que sintamos una temperatura
menor a la que realmente se está registrando con un termómetro clásico. Es una
especie de «engaño» que también se produce con temperaturas elevadas,
acompañadas de una humedad importante en el aire que disparan la sensación de
bochorno. Es una percepción muy familiar y reconocible en zonas costeras de
nuestro país, especialmente en las comunidades del Mediterráneo, de tal forma
que en la información meteorológica diaria de algunos medios, esa temperatura
de sensación adquiere mayor importancia que la «oficial».
La razón por la que la humedad elevada en el
ambiente incrementa la sensación de calor está en las dificultades que genera
un ambiente húmedo en los mecanismos autorreguladores del cuerpo humano, que
utilizan la vasodilatación, la transpiración y la sudoración para facilitar una
disipación de la energía y una pérdida de calor. El problema radica en que un
contenido de vapor de agua elevado en el aire dificultará la evaporación del
sudor de la piel, generando una sensación de agobio, el denominado bochorno.
Por ejemplo, con una temperatura de 30 ºC en la ciudad de Madrid, la baja
humedad en un día típico de verano provoca que la temperatura de sensación
apenas varíe. En cambio, si la ciudad de Valencia sufre una situación
meteorológica de vientos de levante y brisas marítimas que elevan la humedad al
80 por 100, la temperatura aparente se dispara a 43 ºC, por unos 46 ºC si
llega al 90 por 100.
Tal y como hemos visto, y sobre todo en lugares
cercanos al mar y en verano, la temperatura de sensación refleja mucho mejor la
intensidad del calor que una simple cifra medida por un termómetro. Aun así,
los protocolos que establecen la activación de avisos o alertas por calor en
España, sea por parte del organismo estatal (AEMET) como por los organismos
autonómicos, no tienen en cuenta este índice.
Hasta hoy, el sistema que nos alerta de las altas
temperaturas se basa en determinar dónde está el umbral a partir del cual ya no
estamos acostumbrados. Es decir, en una ciudad como Sevilla, AEMET activa los
avisos por calor cuando se superan los 38 ºC, una temperatura relativamente
normal para esta ciudad. Para Zaragoza, este umbral se reduce a los 36 ºC, mientras
que en el norte de España las alertas saltan a partir de los 34 ºC.
Sencillamente, son los valores que se sitúan en los percentiles 95 de sus
series históricas de observación y que delimitan hasta qué punto una
temperatura es habitual para una determinada zona.
Fruto de nuestra experiencia, cuando afrontamos
una situación meteorológica protagonizada por el calor, tomamos ciertas medidas
en función de su intensidad. Abrimos las ventanas, activamos el aire
acondicionado, nos bañamos, ingerimos más líquidos, comemos de forma más
ligera, no salimos a la calle en horas de más calor, etc.
A pesar de todo esto, el calor nos castiga, y si
la salud no es buena de base, un episodio de altas temperaturas puede empeorar
nuestro estado. Es algo que ocurre con las personas mayores, especialmente las
que sufren enfermedades respiratorias o cardiovasculares, que registran una
subida exponencial de la tasa de mortalidad a medida que las altas temperaturas
se prolongan en el tiempo. Por esta razón se considera «ola de calor» aquella
situación meteorológica en la que se superan de forma generalizada determinados
umbrales de temperatura durante un periodo superior a sesenta horas en una
extensión de territorio suficientemente significativa. En ese momento, las
consecuencias sobre la salud de la población se disparan, como bien demostró la
ola de calor del año 2003 que provocó decenas de miles de muertos en Europa. En
pocos casos, el calor era el causante directo de la muerte, pero en otros
muchísimos, las dificultades para readaptarse a un contexto de altas
temperaturas ayudaron al fallecimiento de la persona.
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Aquí la Tierra
Jacob Petrus
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