miércoles, 18 de noviembre de 2015

La amenaza del cambio climático - Tim Flannery




NOTA DE CONTRAPORTADA
¿Qué significa el cambio climático? ¿Cómo afectará el calentamiento global a nuestras vidas? ¿Es la causa de las tormentas extremas y de las sequías cada vez más frecuentes? ¿Son inevitables estos sucesos? Con este libro, Tim Flannery responde a cuestiones tan urgentes como éstas y otras muchas. Para ayudarnos a comprender el dilema al que nos enfrentamos, nos cuenta con detalle la fascinante historia del clima y su posible futuro, pues si seguimos quemando combustibles fósiles, aumentarán los niveles de gases de efecto invernadero en la atmósfera y esto provocará un calentamiento del planeta aún mayor.
A pesar de que cada país se ve influido de manera diferente por estos efectos no deseados, todos tenemos algo en común: la amenaza del cambio climático. La nueva meteorología que estamos generando pone en peligro el futuro de nuestra civilización. Tenemos que ser conscientes de que el estado de la atmósfera y del subsuelo, del agua y de la tierra depende de nosotros.
Pero este reconocido científico va más allá de relatar la historia del clima y no pierde el optimismo. Con gran entusiasmo, Flannery muestra cómo podemos colaborar en la lucha contra estos problemas y nos transmite su confianza en una futura solución si todos nos implicamos. Nos sorprenderá lo mucho que aún podemos hacer. La amenaza del cambio climático nos puede cambiar la vida.


PREFACIO

Durante los últimos cuatro años he tenido el placer de trabajar con Tim Flannery en el Grupo Wentworth de Científicos Concienciados. Esta reunión de científicos eminentes se fundó para ofrecer soluciones factibles a problemas medioambientales claves, como la gestión del agua y la tierra en Australia. Convirtió esos temas en prioridades nacionales y ayudó a alcanzar resultados medioambientales sin precedentes. Pero todo nuestro trabajo y el de los conservacionistas de todo el mundo podría quedar en nada como resultado del impacto del cambio climático.

Ahora nos hallamos en una encrucijada y nos enfrentamos a dos futuros alternativos: uno demasiado horroroso para considerarlo, y otro en el que podemos seguir creciendo y prosperando, pero dentro de los límites ecológicos del mundo natural que habitamos. Este libro deja claro que tenemos tiempo para elegir cuál de los dos futuros queremos.

Este libro también deja patente que las consecuencias del cambio climático son tan profundas y de tan largo alcance que afectarán a todos los aspectos de nuestras vidas, nuestra economía y nuestra sociedad. En pocas palabras, el cambio climático es una amenaza a la civilización tal como la conocemos. Es un tema crucial para todo el mundo, no simplemente para una pandilla de ecologistas ni para una élite de políticos internacionales: los gobiernos y las industrias en particular tendrán que adoptar un liderazgo decisivo y valiente. Las soluciones, no obstante, no pertenecen tan sólo al ámbito técnico o de la política. Para ganar la batalla del cambio climático todos debemos participar en la lucha. La amenaza del cambio climático le incitará a pensar en los cambios que puede llevar a cabo en su propia vida. No creo que haya nadie capaz de leer este libro y quedarse de brazos cruzados. Todavía tenemos tiempo de evitar el desastre, pero tampoco hay un momento que perder.
Robert Purves
Presidente de WWF, Australia
Julio de 200

LAS HERRAMIENTAS DE GAIA

Debe de existir un complejo sistema de seguridad que impida que las especies exóticas fuera de la ley acaben evolucionando hasta convertirse en sindicatos desenfrenadamente criminales[…] Cuando una especie […] produce una sustancia venenosa, podría matarse a sí misma. Si, no obstante, el veneno es más letal para sus competidores, podría conseguir sobrevivir, y con el tiempo adaptarse a su propia toxicidad y producir formas de agente contaminante aún más letales.
JAMES LOVELOCK, Gaia, 1979


Hasta que el mal humor se apodera de ella y brama sobre nuestras cabezas, ninguno de nosotros le presta mucha atención a la atmósfera. La «atmósfera»: qué nombre tan soso para una cosa tan increíble. Y además es muy poco concreto. Recuerdo que, de niño, mi tía abuela se sentaba con mi madre a la mesa de la cocina con una taza de té en la mano y decía de manera muy elocuente: «La atmósfera se podía cortar con un cuchillo». Si ese mismo enfoque lingüístico lo aplicamos a las cuestiones marítimas podríamos utilizar la palabra comodín «agua» para reemplazar al «mar» o al «océano», con lo que ya no indicaríamos si nos referimos a un vaso o al óxido de hidrógeno que ocupa la mitad del planeta, que es el nombre verdadero del H2O.

Fue a Alfred Russel Wallace, cofundador con Charles Darwin de la teoría de la evolución mediante la selección natural, a quien se le ocurrió la expresión «El Gran Océano Aéreo» para describir la atmósfera. Resulta un nombre mucho mejor, pues en nuestra imaginación evoca las corrientes, los remolinos y las capas que crea el tiempo atmosférico sobre nuestras cabezas, y que se interpone entre nosotros y la vastedad del espacio. La frase de Wallace nació en una era romántica de descubrimientos científicos, cuando tanto los profesionales como los aficionados hacían aportaciones importantes para comprender por qué los ciclones se desataban en ciertas regiones del globo, y cómo el «ácido carbónico», como se llamaba a veces al dióxido de carbono, afecta a las distribuciones de plantas y animales.

Cuando lees dicha obra tienes la sensación de que sus descubrimientos provocaron tanto entusiasmo como el desenterrar monstruos de las profundidades, o, en nuestra época, como ver las fotos enviadas desde Marte. Los científicos serios escribían extasiados acerca del polvo atmosférico: qué cosa tan asombrosa, meditaba Wallace, que sin ese polvo las puestas de sol serían tan aburridas como el agua de fregar, y nuestro espléndido cielo azul se vería negro y uniforme como la tinta, y las sombras serían tan oscuras y contrastadas que resultarían tan impenetrables como sólidas a nuestros ojos.

Hoy en día las maravillas de la atmósfera se reducen a menudo a áridos datos que, allí donde son conocidos, los aburridos escolares se aprenden de memoria. A pesar de que en la escuela me obligaron a tragármelos, sigo encontrando fascinante el funcionamiento de la atmósfera. Todo está relacionado entre sí, con lo que lleva a cabo muchos servicios que damos por sentados.

Es a través de nuestros pulmones como estamos conectados al gran flujo sanguíneo aéreo de la Tierra, y así la atmósfera nos influye desde nuestro primer aliento hasta el último. Las costumbres consagradas por la tradición de darles una palmadita en el culo a los recién nacidos y de poner un espejo ante los labios de los agonizantes son los marcadores de nuestra existencia. Y es el oxígeno de la atmósfera lo que prende nuestro fuego interior, nos permite movernos, comer, reproducirnos… de hecho, vivir. El aire limpio y fresco que tragamos del gran océano aéreo no es sólo un tónico tradicional para la salud humana, es la propia vida, y un adulto necesita 13,5 kilogramos de ese aire cada día de su vida.

El gran océano aéreo, indivisible y omnipresente, ha regulado la temperatura de nuestro planeta, que durante casi cuatro mil millones de años ha seguido siendo el único entorno con vida entre una infinidad de gases inertes, rocas y polvo. Tal proeza es tan improbable como el desarrollo de la vida en sí mismo; pero los dos no pueden separarse, pues el gran océano aéreo es la efusión acumulativa de todo lo que alguna vez se ha respirado, crecido y descompuesto. Puede que sea el medio por el cual la vida perpetúa las condiciones necesarias para la existencia. Si es así, surgen de manera natural dos profundas cuestiones: ¿cómo pueden coordinar sus esfuerzos los elementos individuales que componen la vida, y (más inmediatamente relevante para nosotros), qué se puede decir de las especies que amenazan el equilibrio?

En 1979, el matemático James Lovelock publicó un libro, Gaia, que abordaba estas cuestiones en profundidad (Lovelock, 1979). Lovelock argumentaba que la Tierra era un solo organismo del tamaño de un planeta, al que llamó Gaia por la antigua diosa griega de la tierra. Cualquiera que haya vivido en contacto con la naturaleza reconocerá lo que Lovelock describe, pero como sus argumentos parecían místicos, desconcertaron a muchos científicos.

La atmósfera, concluyó Lovelock, es el gran órgano de interconexión y regulación de la temperatura de Gaia. Nos dice que «no se trata simplemente de un producto biológico, sino más probablemente de una construcción biológica: no viva, sino, como el pelo de un gato, las plumas de un pájaro, o un avispero de papel, una extensión de un sistema vivo concebido para mantener un entorno elegido» (Lovelock, 1979). Esta idea fue considerada herética por muchos, y hasta que Carl Sagan no aceptó el manuscrito de Lovelock para la publicaciónIcarus, se enfrentó a la perspectiva de quedar inédito. Lo cierto es que Lovelock ponía pocos ejemplos para explicar cómo la vida podía regular la temperatura de la Tierra. Lo más que podía ofrecernos era el ejemplo de unos microorganismos que habitan las marismas saladas, donde los cristales de la sal, al reflejar la luz del sol y devolverla al espacio, los mantienen fríos. Estos microorganismos se vuelven negros cuando se acerca el invierno, absorbiendo así el calor y calentando la Tierra.

Pero en su argumento, más que las escasas pruebas, tuvo más importancia una profunda paradoja. El Sol, al igual que todas las estrellas, se ha vuelto más intenso con la edad. Desde que la vida evolucionó, la intensidad de sus rayos ha aumentado un 30 por ciento, aunque la temperatura de la superficie de nuestro planeta ha permanecido relativamente constante. Sólo con que la radiación solar que llega a la Tierra cayera un 1 por ciento, podría comenzar una glaciación; de modo que la estabilidad climática de la Tierra a largo plazo, argüía Lovelock, no podía ser el resultado del mero azar.

Una de las razones por la que los biólogos se mostraban tan reacios al concepto de Gaia era que no se podían imaginar a las especies cooperando globalmente para alcanzar un resultado. De hecho, empujados por la teoría del gen egoísta de Richard Dawkins, casi todos  los biólogos iban en la dirección opuesta, hacia un concepto del mundo en el que incluso los genes individuales estaban en guerra entre sí. La más contundente refutación de la hipótesis de Gaia es que resulta teleológica. Lovelock había afirmado que la probabilidad de que la temperatura de la superficie de la Tierra fuera resultado del azar era más o menos la misma de sobrevivir conduciendo un coche en hora punta con los ojos vendados, a lo que el biólogo W. Ford Doolittle replicó:
Creo que tiene razón; la prolongada supervivencia de la Tierra es un hecho de una probabilidad extraordinariamente baja. Es, no obstante, un hecho imprescindible para la existencia de Jim Lovelock, y, por tanto, para la formación de la hipótesis de Gaia. […] Seguramente si un número bastante grande de conductores se lanzaran con los ojos vendados al tráfico de la hora punta, uno sobreviviría, y este, seguramente, sin conocer la existencia de sus colegas menos afortunados, sugeriría que la causa había sido algo distinto de la buena suerte («Gaia and Selfish Genes»).
Es una opinión bastante justa, pero antes de aceptarla echemos un vistazo a las pruebas aparecidas desde 1979 a favor de Lovelock.

La prueba más convincente tiene que ver con la idea de que, como la vida se ha diversificado, Gaia ha mejorado su capacidad de regular la temperatura de la Tierra. A lo largo de casi la mitad de su existencia —desde hace cuatro mil millones de años hasta hace dos mil doscientos millones—, la atmósfera de la Tierra habría sido letal para criaturas como nosotros. En aquella época toda la vida era microscópica —algas y bacterias—, y su existencia en nuestro planeta era precaria. Hace más o menos 600 millones de años, los niveles de oxígeno habían aumentado lo bastante como para permitir la supervivencia de criaturas más grandes, aquellas cuyos fósiles pueden verse a simple vista. Esos primeros organismos vivieron durante un periodo de importante cambio climático, cuando cuatro intensas glaciaciones afectaron a nuestro planeta, lo que indica que en aquellos tiempos la termorregulación de la Tierra no era tan eficaz como hoy día. Los carbonatos depositados en las rocas (que de este modo extraían CO2 de la atmósfera) indican que por entonces algo raro pasaba con el ciclo del carbono. La materia orgánica quedaba enterrada a un ritmo sin precedentes. Quizá la separación de los primeros continentes abrió hoyas en el lecho del océano que rápidamente se llenaron de sedimentos ricos en materia orgánica, lo que llevó a una desmedida refrigeración del planeta. En cualquier caso, con menos CO2 en la atmósfera, la Tierra comenzó a enfriarse mucho. Por dos veces —hace unos 710 y 600 millones de años— la Tierra cruzó el umbral que exterminaba prácticamente toda vida, helando nuestro planeta hasta el mismísimo ecuador (Knoll, 2004).

Fuera cual fuera la razón última, a la congelación extrema de la Tierra debió de contribuir un poderoso mecanismo conocido como el albedo de la Tierra. Albedo es la palabra latina que significa «blancura», y, naturalmente, un planeta Tierra cubierto de nieve es mucho más blanco que cuando no lo está. La importancia que esto tiene puede verse en el hecho de que un tercio de toda la energía que llega a la Tierra desde el Sol es devuelta al espacio al reflejarse en superficies blancas. La nieve recién caída refleja casi toda la luz (80-90 por ciento), pero todas las formas del hielo y la nieve reflejan mucha más luz del Sol que el agua (5-10 por ciento). En cuanto una cierta proporción de la superficie del planeta es hielo y nieve, se pierde la suficiente luz solar como para que se cree un desmesurado efecto de enfriamiento capaz de congelar todo el planeta. Ese umbral se cruza cuando las capas de hielo alcanzan los 30 grados de latitud.

Hará unos 540 millones de años, los seres vivos comenzaron a producir esqueletos de carbonato, y para ello absorbieron CO2 del agua del mar. Ello afectó a los niveles de CO2 de la atmósfera, y desde entonces las glaciaciones han sido escasas. Sólo dos —una hace entre 355 y 280 millones de años, y la otra durante los últimos 33 millones de años— han prevalecido. Una ingeniosa teoría que explica por qué esto pudo haber ocurrido la ha propuesto Andy Ridgwell, de la Universidad de Riverside, California, y sus colegas (Ridgwell, Kennedy, Caldiera, 2003). Argumentan que la evolución de un diminuto plancton que formaba conchas, hace más de 300 millones de años, fue un paso crucial para estabilizar el termostato de Gaia. Antes de eso, si por alguna razón la temperatura de la Tierra caía, se formaba hielo y el nivel del océano disminuía y dejaba al descubierto las plataformas continentales. Esto, a su vez, desbarataba el ciclo del carbono, permitiendo que los océanos extrajeran cantidades de CO2 cada vez mayores de la atmósfera, lo que hacía bajar aún más las temperaturas.

Los calcificadores planctónicos transformaron todo eso, pues actuaban al margen de las plataformas continentales, flotando en el mar abierto, con lo que el ciclo del carbono que pasaba por sus cuerpos y que tenía lugar dentro de los sedimentos oceánicos no estaba influido por el hecho de que las plataformas continentales quedaran al descubierto. Como resultado, los océanos no absorbieron demasiado dióxido de carbono de la atmósfera, rompiéndose ese ciclo que se autoalimentaba y que hasta ese momento había convertido un poco de frío en una glaciación con todas las de la ley.

Si alguna vez se dio un gran avance en la formación de Gaia, fue desde luego la evolución de los calcificadores planctónicos; pero más o menos por esa época proliferaron otros cambios que habrían tenido un profundo impacto sobre el termostato de la Tierra. Fue durante el Periodo Carbonífero, cuando los primeros bosques cubrieron la tierra y se formaron los depósitos de carbón que ahora alimentan nuestra industria. Todo el carbono que había en ese carbón formó parte alguna vez del CO2 que flotaba en la atmósfera, de modo que esos bosques primitivos debieron de ejercer una enorme influencia en el ciclo del carbono.

Es probable que otros sucesos evolutivos influyeran en el ciclo del carbono, pero, como muy pocos han sido estudiados en detalle, no podemos estar seguros de si perfeccionaron el control termostático de Gaia o no. La evolución y la extensión de los modernos arrecifes de coral, hace unos 55 millones de años, extrajo inimaginables volúmenes de CO2 de la atmósfera, alterando aún más a Gaia; la evolución y extensión de las hierbas, hace entre 6 y 8 millones de años, puede que cambiara las cosas en una dirección muy distinta. Los modelos por ordenador revelan que los bosques estarían mucho más extendidos de no ser por las hierbas y el fuego que engendran. Los bosques contienen mucho más carbono que la hierba, y también absorben mucha más luz solar (tienen un albedo distinto), y producen más vapor de agua, que afecta a la formación de las nubes. Todo esto influye en la capacidad de Gaia para regular la temperatura (Bond, Woodward, Midgeley, 2004). Otro factor que probablemente influyó en Gaia son los elefantes, grandes destructores de los bosques. Al igual que los humanos, su tierra de origen fue África, y a medida que se extendían por todo el planeta hace unos 20 millones de años (sólo Australia escapó a esa colonización), debieron de afectar también al ciclo del carbono.

A pesar de que cada vez comprendemos mejor cómo la vida afecta a la temperatura y la química de la Tierra, la hipótesis de Gaia todavía despierta mucha controversia. Pero ¿importa de verdad que Gaia exista o no? Yo creo que sí, pues influye en la manera de ver el lugar que ocupamos en la naturaleza. Una persona que crea en Gaia ve todo lo que hay en la Tierra como íntimamente relacionado entre sí, al igual que los órganos de un cuerpo. En un sistema así, no es posible desviar la mirada de los agentes contaminantes y olvidarlos, y toda extinción se ve como un acto de automutilación. Como resultado, una visión del mundo a través de Gaia predispone a sus partidarios a asumir una manera sostenible de vivir. En nuestro mundo moderno, sin embargo, la visión del mundo reduccionista es la que está en ascenso, y sus partidarios a menudo ven las acciones humanas como algo aislado. Y es esta visión del mundo reduccionista la que ha provocado el actual cambio climático que estamos padeciendo.

Lo cual no quiere decir que una filosofía gaiana se traduzca de manera inevitable en una buena práctica medioambiental. A menudo oigo decir a la gente que no pasará nada con el cambio climático porque «Gaia lo solucionará». Cuando Lovelock argumentaba que «debe de existir un complejo sistema de seguridad que impida que las especies exóticas fuera de la ley acaben evolucionando hasta convertirse en sindicatos desenfrenadamente criminales», parece estar de acuerdo en que eso desbarata el termostato de Gaia. Y a pesar de la destrucción de la civilización humana a través del cambio climático, se hace difícil imaginar cómo Gaia «lo solucionará». Y aunque consiguiera librarse de nosotros, nos acompañarían en nuestra extinción tantas especies que se tardaría decenas de millones de años en reparar la biodiversidad de la Tierra.


El eminente biólogo John Maynard Smith dijo del debate entre los partidarios de Gaia y los reduccionistas que «sería tan estúpido ponerse a discutir cuál de las dos posturas es la correcta como debatir si el álgebra o la geometría es la manera correcta de resolver los problemas científicos. Todo depende del problema que intentes solucionar» («Gaia and Selfish Genes»). Y esta es la posición que adoptaré en este libro, pues las cuestiones que quiero abordar se avienen mejor a una concepción gaiana que a una reduccionista. Así pues, utilicemos el término Gaia como abreviatura para el sistema complejo que hace posible la vida, al tiempo que reconocemos que todo podría ser también fruto del azar.

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