NOTA DE CONTRAPORTADA
¿Qué significa el cambio climático?
¿Cómo afectará el calentamiento global a nuestras vidas? ¿Es la causa de las
tormentas extremas y de las sequías cada vez más frecuentes? ¿Son inevitables
estos sucesos? Con este libro, Tim Flannery responde a cuestiones tan urgentes
como éstas y otras muchas. Para ayudarnos a comprender el dilema al que nos
enfrentamos, nos cuenta con detalle la fascinante historia del clima y su
posible futuro, pues si seguimos quemando combustibles fósiles, aumentarán los
niveles de gases de efecto invernadero en la atmósfera y esto provocará un
calentamiento del planeta aún mayor.
A pesar de que cada país se ve influido de manera diferente
por estos efectos no deseados, todos tenemos algo en común: la amenaza del
cambio climático. La nueva meteorología que estamos generando pone en peligro
el futuro de nuestra civilización. Tenemos que ser conscientes de que el estado
de la atmósfera y del subsuelo, del agua y de la tierra depende de nosotros.
Pero este reconocido científico va más allá de relatar la
historia del clima y no pierde el optimismo. Con gran entusiasmo, Flannery
muestra cómo podemos colaborar en la lucha contra estos problemas y nos
transmite su confianza en una futura solución si todos nos implicamos. Nos
sorprenderá lo mucho que aún podemos hacer. La
amenaza del cambio climático nos
puede cambiar la vida.
PREFACIO
Durante
los últimos cuatro años he tenido el placer de trabajar con Tim Flannery en el
Grupo Wentworth de Científicos Concienciados. Esta reunión de científicos
eminentes se fundó para ofrecer soluciones factibles a problemas
medioambientales claves, como la gestión del agua y la tierra en Australia.
Convirtió esos temas en prioridades nacionales y ayudó a alcanzar resultados
medioambientales sin precedentes. Pero todo nuestro trabajo y el de los
conservacionistas de todo el mundo podría quedar en nada como resultado del
impacto del cambio climático.
Ahora nos hallamos en una encrucijada y nos enfrentamos a dos
futuros alternativos: uno demasiado horroroso para considerarlo, y otro en el
que podemos seguir creciendo y prosperando, pero dentro de los límites ecológicos
del mundo natural que habitamos. Este libro deja claro que tenemos tiempo para
elegir cuál de los dos futuros queremos.
Este libro también deja patente que las consecuencias del cambio
climático son tan profundas y de tan largo alcance que afectarán a todos los
aspectos de nuestras vidas, nuestra economía y nuestra sociedad. En pocas
palabras, el cambio climático es una amenaza a la civilización tal como la
conocemos. Es un tema crucial para todo el mundo, no simplemente para una
pandilla de ecologistas ni para una élite de políticos internacionales: los
gobiernos y las industrias en particular tendrán que adoptar un liderazgo
decisivo y valiente. Las soluciones, no obstante, no pertenecen tan sólo al
ámbito técnico o de la política. Para ganar la batalla del cambio climático
todos debemos participar en la lucha. La
amenaza del cambio climático le
incitará a pensar en los cambios que puede llevar a cabo en su propia vida. No
creo que haya nadie capaz de leer
este libro y quedarse de brazos cruzados. Todavía tenemos tiempo de evitar el
desastre, pero tampoco hay un momento que perder.
Robert Purves
Presidente de WWF, Australia
Julio de 200
LAS HERRAMIENTAS DE GAIA
Debe de existir un complejo sistema de
seguridad que impida que las especies exóticas fuera de la ley acaben
evolucionando hasta convertirse en sindicatos desenfrenadamente criminales[…]
Cuando una especie […] produce una sustancia venenosa, podría matarse a sí
misma. Si, no obstante, el veneno es más letal para sus competidores, podría
conseguir sobrevivir, y con el tiempo adaptarse a su propia toxicidad y
producir formas de agente contaminante aún más letales.
JAMES LOVELOCK, Gaia, 1979
Hasta
que el mal humor se apodera de ella y brama sobre nuestras cabezas, ninguno de
nosotros le presta mucha atención a la atmósfera. La «atmósfera»: qué nombre
tan soso para una cosa tan increíble. Y además es muy poco concreto. Recuerdo
que, de niño, mi tía abuela se sentaba con mi madre a la mesa de la cocina con
una taza de té en la mano y decía de manera muy elocuente: «La atmósfera se
podía cortar con un cuchillo». Si ese mismo enfoque lingüístico lo aplicamos a
las cuestiones marítimas podríamos utilizar la palabra comodín «agua» para reemplazar al «mar» o al
«océano», con lo que ya no indicaríamos si nos referimos a un vaso o al óxido
de hidrógeno que ocupa la mitad del planeta, que es el nombre verdadero del H2O.
Fue a Alfred Russel Wallace, cofundador con Charles Darwin de la
teoría de la evolución mediante la selección natural, a quien se le ocurrió la
expresión «El Gran Océano Aéreo» para describir la atmósfera. Resulta un nombre
mucho mejor, pues en nuestra imaginación evoca las corrientes, los remolinos y
las capas que crea el tiempo atmosférico sobre nuestras cabezas, y que se
interpone entre nosotros y la vastedad del espacio. La frase de Wallace nació
en una era romántica de descubrimientos científicos, cuando tanto los
profesionales como los aficionados hacían aportaciones importantes para
comprender por qué los ciclones se desataban en ciertas regiones del globo, y
cómo el «ácido carbónico», como se llamaba a veces al dióxido de carbono,
afecta a las distribuciones de plantas y animales.
Cuando lees dicha obra tienes la sensación de que sus
descubrimientos provocaron tanto entusiasmo como el desenterrar monstruos de
las profundidades, o, en nuestra época, como ver las fotos enviadas desde
Marte. Los científicos serios escribían extasiados acerca del polvo
atmosférico: qué cosa tan asombrosa, meditaba Wallace, que sin ese polvo las
puestas de sol serían tan aburridas como el agua de fregar, y nuestro
espléndido cielo azul se vería negro y uniforme como la tinta, y las sombras
serían tan oscuras y contrastadas que resultarían tan impenetrables como
sólidas a nuestros ojos.
Hoy en día las maravillas de la atmósfera se reducen a menudo a
áridos datos que, allí donde son conocidos, los aburridos escolares se aprenden
de memoria. A pesar de que en la escuela me obligaron a tragármelos, sigo
encontrando fascinante el funcionamiento de la atmósfera. Todo está relacionado
entre sí, con lo que lleva a cabo muchos servicios que damos por sentados.
Es a través de nuestros pulmones como estamos conectados al gran
flujo sanguíneo aéreo de la Tierra, y así la atmósfera nos influye desde
nuestro primer aliento hasta el último. Las costumbres consagradas por la
tradición de darles una palmadita en el culo a los recién nacidos y de poner un
espejo ante los labios de los agonizantes son los marcadores de nuestra
existencia. Y es el oxígeno de la atmósfera lo que prende nuestro fuego
interior, nos permite movernos, comer, reproducirnos… de hecho, vivir. El aire
limpio y fresco que tragamos del gran océano aéreo no es sólo un tónico
tradicional para la salud humana, es la propia vida, y un adulto necesita 13,5
kilogramos de ese aire cada día de su vida.
El gran océano aéreo, indivisible y omnipresente, ha regulado la
temperatura de nuestro planeta, que durante casi cuatro mil millones de años ha
seguido siendo el único entorno con vida entre una infinidad de gases inertes,
rocas y polvo. Tal proeza es tan improbable como el desarrollo de la vida en sí
mismo; pero los dos no pueden separarse, pues el gran océano aéreo es la
efusión acumulativa de todo lo que alguna vez se ha respirado, crecido y
descompuesto. Puede que sea el medio por el cual la vida perpetúa las
condiciones necesarias para la existencia. Si es así, surgen de manera natural
dos profundas cuestiones: ¿cómo pueden coordinar sus esfuerzos los elementos
individuales que componen la vida, y (más inmediatamente relevante para
nosotros), qué se puede decir de las especies que amenazan el equilibrio?
En 1979, el matemático James Lovelock publicó un libro, Gaia, que abordaba estas
cuestiones en profundidad (Lovelock, 1979). Lovelock argumentaba que la Tierra
era un solo organismo del tamaño de un planeta, al que llamó Gaia por la
antigua diosa griega de la tierra. Cualquiera que haya vivido en contacto con
la naturaleza reconocerá lo que Lovelock describe, pero como sus argumentos parecían
místicos, desconcertaron a muchos científicos.
La atmósfera, concluyó Lovelock, es el gran órgano de
interconexión y regulación de la temperatura de Gaia. Nos dice que «no se trata
simplemente de un producto biológico, sino más probablemente de una
construcción biológica: no viva, sino, como el pelo de un gato, las plumas de
un pájaro, o un avispero de papel, una extensión de un sistema vivo concebido
para mantener un entorno elegido» (Lovelock, 1979). Esta idea fue considerada
herética por muchos, y hasta que Carl Sagan no aceptó el manuscrito de Lovelock
para la publicaciónIcarus, se enfrentó a la perspectiva de quedar
inédito. Lo cierto es que Lovelock ponía pocos ejemplos para explicar cómo la
vida podía regular la temperatura de la Tierra. Lo más que podía ofrecernos era
el ejemplo de unos microorganismos que habitan las marismas saladas, donde los
cristales de la sal, al reflejar la luz del sol y devolverla al espacio, los
mantienen fríos. Estos microorganismos se vuelven negros cuando se acerca el
invierno, absorbiendo así el calor y calentando la Tierra.
Pero en su argumento, más que las escasas pruebas, tuvo más
importancia una profunda paradoja. El Sol, al igual que todas las estrellas, se
ha vuelto más intenso con la edad. Desde que la vida evolucionó, la intensidad
de sus rayos ha aumentado un 30 por ciento, aunque la temperatura de la
superficie de nuestro planeta ha permanecido relativamente constante. Sólo con
que la radiación solar que llega a la Tierra cayera un 1 por ciento, podría
comenzar una glaciación; de modo que la estabilidad climática de la Tierra a
largo plazo, argüía Lovelock, no podía ser el resultado del mero azar.
Una de las razones por la que los biólogos se mostraban tan
reacios al concepto de Gaia era que no se podían imaginar a las especies
cooperando globalmente para alcanzar un resultado. De hecho, empujados por la
teoría del gen egoísta de Richard Dawkins, casi todos los biólogos iban en la dirección
opuesta, hacia un concepto del mundo en el que incluso los genes individuales
estaban en guerra entre sí. La más contundente refutación de la hipótesis de
Gaia es que resulta teleológica. Lovelock había afirmado que la probabilidad de
que la temperatura de la superficie de la Tierra fuera resultado del azar era
más o menos la misma de sobrevivir conduciendo un coche en hora punta con los
ojos vendados, a lo que el biólogo W. Ford Doolittle replicó:
Creo que tiene razón; la prolongada supervivencia de la Tierra es
un hecho de una probabilidad extraordinariamente baja. Es, no obstante, un
hecho imprescindible para la existencia de Jim Lovelock, y, por tanto, para la
formación de la hipótesis de Gaia. […] Seguramente si un número bastante grande
de conductores se lanzaran con los ojos vendados al tráfico de la hora punta,
uno sobreviviría, y este, seguramente, sin conocer la existencia de sus colegas
menos afortunados, sugeriría que la causa había sido algo distinto de la buena
suerte («Gaia and Selfish Genes»).
Es una opinión bastante justa, pero antes de aceptarla echemos un
vistazo a las pruebas aparecidas desde 1979 a favor de Lovelock.
La prueba más convincente tiene que ver con la idea de que, como
la vida se ha diversificado, Gaia ha mejorado su capacidad de regular la
temperatura de la Tierra. A lo largo de casi la mitad de su existencia —desde
hace cuatro mil millones de años hasta hace dos mil doscientos millones—, la
atmósfera de la Tierra habría sido letal para criaturas como nosotros. En
aquella época toda la vida era microscópica —algas y bacterias—, y su
existencia en nuestro planeta era
precaria. Hace más o menos 600 millones de años, los niveles de oxígeno habían
aumentado lo bastante como para permitir la supervivencia de criaturas más
grandes, aquellas cuyos fósiles pueden verse a simple vista. Esos primeros
organismos vivieron durante un periodo de importante cambio climático, cuando
cuatro intensas glaciaciones afectaron a nuestro planeta, lo que indica que en
aquellos tiempos la termorregulación de la Tierra no era tan eficaz como hoy
día. Los carbonatos depositados en las rocas (que de este modo extraían CO2 de la atmósfera) indican que por
entonces algo raro pasaba con el ciclo del carbono. La materia orgánica quedaba
enterrada a un ritmo sin precedentes. Quizá la separación de los primeros
continentes abrió hoyas en el lecho del océano que rápidamente se llenaron de
sedimentos ricos en materia orgánica, lo que llevó a una desmedida
refrigeración del planeta. En cualquier caso, con menos CO2 en la atmósfera, la Tierra comenzó a
enfriarse mucho. Por dos veces —hace unos 710 y 600 millones de años— la Tierra
cruzó el umbral que exterminaba prácticamente toda vida, helando nuestro
planeta hasta el mismísimo ecuador (Knoll, 2004).
Fuera
cual fuera la razón última, a la congelación extrema de la Tierra debió de
contribuir un poderoso mecanismo conocido como el albedo de la Tierra. Albedo es la palabra latina que significa
«blancura», y, naturalmente, un planeta Tierra cubierto de nieve es mucho más
blanco que cuando no lo está. La importancia que esto tiene puede verse en el
hecho de que un tercio de toda la energía que llega a la Tierra desde el Sol es
devuelta al espacio al reflejarse en superficies blancas. La nieve recién caída
refleja casi toda la luz (80-90 por ciento), pero todas las formas del hielo y
la nieve reflejan mucha más luz del Sol que el agua (5-10 por ciento). En
cuanto una cierta proporción de la superficie del planeta es hielo y nieve, se
pierde la suficiente luz solar como para que se cree un desmesurado efecto de
enfriamiento capaz de congelar todo el
planeta. Ese umbral se cruza cuando las capas de hielo alcanzan los 30 grados
de latitud.
Hará unos 540 millones de años, los seres vivos comenzaron a producir
esqueletos de carbonato, y para ello absorbieron CO2 del agua del mar. Ello
afectó a los niveles de CO2 de la atmósfera, y desde entonces las glaciaciones
han sido escasas. Sólo dos —una hace entre 355 y 280 millones de años, y la
otra durante los últimos 33 millones de años— han prevalecido. Una ingeniosa
teoría que explica por qué esto pudo haber ocurrido la ha propuesto Andy
Ridgwell, de la Universidad de Riverside, California, y sus colegas (Ridgwell,
Kennedy, Caldiera, 2003). Argumentan que la evolución de un diminuto plancton
que formaba conchas, hace más de 300 millones de años, fue un paso crucial para
estabilizar el termostato de Gaia. Antes de eso, si por alguna razón la
temperatura de la Tierra caía, se formaba hielo y el nivel del océano disminuía
y dejaba al descubierto las plataformas continentales. Esto, a su vez,
desbarataba el ciclo del carbono, permitiendo que los océanos extrajeran
cantidades de CO2 cada vez mayores de la atmósfera, lo que hacía bajar aún más
las temperaturas.
Los calcificadores planctónicos transformaron todo eso, pues
actuaban al margen de las plataformas continentales, flotando en el mar
abierto, con lo que el ciclo del carbono que pasaba por sus cuerpos y que tenía
lugar dentro de los sedimentos oceánicos no estaba influido por el hecho de que
las plataformas continentales quedaran al descubierto. Como resultado, los
océanos no absorbieron demasiado dióxido de carbono de la atmósfera,
rompiéndose ese ciclo que se autoalimentaba y que hasta ese momento había convertido
un poco de frío en una glaciación con todas las de la ley.
Si alguna vez se
dio un gran avance en la formación de Gaia, fue desde luego la evolución de los
calcificadores planctónicos; pero más o menos por esa época proliferaron otros
cambios que habrían tenido un profundo impacto sobre el termostato de la
Tierra. Fue durante el Periodo Carbonífero, cuando los primeros bosques
cubrieron la tierra y se formaron los depósitos de carbón que ahora alimentan
nuestra industria. Todo el carbono que había en ese carbón formó parte alguna
vez del CO2 que
flotaba en la atmósfera, de modo que esos bosques primitivos debieron de
ejercer una enorme influencia en el ciclo del carbono.
Es probable que otros sucesos evolutivos influyeran en el ciclo
del carbono, pero, como muy pocos han sido estudiados en detalle, no podemos
estar seguros de si perfeccionaron el control termostático de Gaia o no. La
evolución y la extensión de los modernos arrecifes de coral, hace unos 55
millones de años, extrajo inimaginables volúmenes de CO2 de la atmósfera, alterando aún más a
Gaia; la evolución y extensión de las hierbas, hace entre 6 y 8 millones de
años, puede que cambiara las cosas en una dirección muy distinta. Los modelos
por ordenador revelan que los bosques estarían mucho más extendidos de no ser
por las hierbas y el fuego que engendran. Los bosques contienen mucho más
carbono que la hierba, y también absorben mucha más luz solar (tienen un albedo
distinto), y producen más vapor de agua, que afecta a la formación de las
nubes. Todo esto influye en la capacidad de Gaia para regular la temperatura
(Bond, Woodward, Midgeley, 2004). Otro factor que probablemente influyó en Gaia
son los elefantes, grandes destructores de los bosques. Al igual que los
humanos, su tierra de origen fue África, y a medida que se extendían por todo
el planeta hace unos 20 millones de años (sólo Australia escapó a esa
colonización), debieron de afectar también al ciclo del carbono.
A pesar de que cada vez comprendemos mejor cómo la vida afecta a
la temperatura y la química de la Tierra, la hipótesis de Gaia todavía
despierta mucha controversia. Pero ¿importa de verdad que Gaia exista o no? Yo
creo que sí, pues influye en la manera de ver el lugar que ocupamos en la naturaleza. Una persona
que crea en Gaia ve todo lo que hay en la Tierra como íntimamente relacionado
entre sí, al igual que los órganos de un cuerpo. En un sistema así, no es
posible desviar la mirada de los agentes contaminantes y olvidarlos, y toda
extinción se ve como un acto de automutilación. Como resultado, una visión del
mundo a través de Gaia predispone a sus partidarios a asumir una manera
sostenible de vivir. En nuestro mundo moderno, sin embargo, la visión del mundo
reduccionista es la que está en ascenso, y sus partidarios a menudo ven las
acciones humanas como algo aislado. Y es esta visión del mundo reduccionista la
que ha provocado el actual cambio climático que estamos padeciendo.
Lo cual no quiere decir que una filosofía gaiana se traduzca de
manera inevitable en una buena práctica medioambiental. A menudo oigo decir a
la gente que no pasará nada con el cambio climático porque «Gaia lo
solucionará». Cuando Lovelock argumentaba que «debe de existir un complejo
sistema de seguridad que impida que las especies exóticas fuera de la ley acaben
evolucionando hasta convertirse en sindicatos desenfrenadamente criminales»,
parece estar de acuerdo en que eso desbarata el termostato de Gaia. Y a pesar
de la destrucción de la civilización humana a través del cambio climático, se
hace difícil imaginar cómo Gaia «lo solucionará». Y aunque consiguiera librarse
de nosotros, nos acompañarían en nuestra extinción tantas especies que se
tardaría decenas de millones de años en reparar la biodiversidad de la Tierra.
El eminente biólogo John Maynard Smith dijo del debate entre los
partidarios de Gaia y los reduccionistas que «sería tan estúpido ponerse a
discutir cuál de las dos posturas es la correcta como debatir si el álgebra o
la geometría es la manera correcta de resolver los problemas científicos. Todo
depende del problema que intentes solucionar» («Gaia and Selfish Genes»). Y
esta es la posición que adoptaré en este libro, pues las cuestiones que quiero
abordar se avienen mejor a una concepción gaiana que a una
reduccionista. Así pues, utilicemos el término Gaia como abreviatura para el
sistema complejo que hace posible la vida, al tiempo que reconocemos que todo
podría ser también fruto del azar.
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