viernes, 5 de agosto de 2016

Los humedales del Zulia los están destruyendo ante la indiferencia oficial - Gustavo Ocando Alex


Luis Barboza, pescador de vieja data y de piel acartonada por el sol, se inclina en cuclillas frente a una cesta plástica blanca, a orillas de la playa Lagos y Palmeras del municipio San Francisco del estado Zulia. Le rodea una inmundicia. Otro calificativo no haría justicia a semejante inventario de basura acumulada de forma caótica: palos, vasos plásticos, botellas de ron y refrescos, medios torsos de pescados y camarones se fungen como algas y aún más, suciedad, todos teñidos de un negror viscoso.
El pescador extrae de la canasta un cangrejo de coraza dorada, entre tantos de sus pares capturados. Se lleva su otra mano a la cabeza, frunce el ceño y maldice. Su voz se quiebra. “Por esto nos estamos muriendo de hambre”. Está a punto de romper a llorar ante la mancha negra que predomina. La materia ennegrece hasta las tenazas de sus crustáceos. Mucho menos se salvan cualquier parte de su cuerpo, ni su ropa.
La marea del Lago de Maracaibo ha regurgitado petróleo desde 1914, cuando inició la explotación de hidrocarburos en su seno. Luis ha sobrevivido por seis décadas gracias a la pesca en esas aguas putrefactas. Ejerce en este oficio del mar desde niño. Jura que nunca había visto tal cantidad de crudo en el estuario.
“Nos arde la piel de toda la gasolina que tenemos que ‘echarnos’ para lavarnos cuando terminamos. Esto está imposible. Nadie se conduele; a nadie le importa esto. Tengo nietos e hijos que alimentar”.

El ritmo de contaminación, en vez de cesar, ha aumentado mientras avanzan los años. Reportes de organizaciones como Fundación Azul Ambientalista y la Asociación para la Conservación del Lago de Maracaibo (Aclama) calculan que hay entre 12.000 y 14.000 kilómetros de tuberías petroleras bajo el Lago de Maracaibo y al menos 5.000 pozos activos en sus riberas.
Ausberto Quero, directivo del Centro de Ingenieros del estado Zulia, con experiencia en el área ambiental desde hace 40 años, subraya que en el Lago hay un promedio de entre 15 y 20 derrames cada mes. “No solo hay contaminación por las estaciones de fl ujo, los pozos y las plantas deshidratadoras, sino que también el agua de lastre de los buques que transportan crudo contaminan”.
El Lago tiene 13.100 kilómetros cuadrados de espejo de agua. Es el segundo más grande del mundo. El 60 por ciento de sus aguas se nutren de la cuenca colombiana del río Catatumbo. La mano del hombre también intoxica desde allí. En esa región del norte de Santander opera un oleoducto de 780 kilómetros de longitud que constantemente sufre atentados de la guerrilla vecina, provocando un chorreo que se abre paso hasta las riberas de Maracaibo.
Silencio en la industria
Pdvsa no revela desde hace años datos precisos sobre la existencia ni la frecuencia de derrames. Los operativos de limpieza e indemnización ocurren generalmente en la clandestinidad. Cuando el secreto a voces se hace estridente, la estatal emite boletines de prensa vagos sobre el alcance de la contaminación.
Ocurrió entre finales de mayo y principios de junio que una masa viscosa se acumuló en las costas de Maracaibo, San Francisco y, específicamente, en La Vereda del Lago, donde miles de ciudadanos disfrutan a orillas del estuario. Ellos advirtieron en redes sociales la podredumbre petrolera adherida a las arenas, piedras, bordes de caminerías y especies de aves cercanas al parque recreativo.
Un comunicado habló remotamente de “restos de crudo”, confesó “algunas fi ltraciones” y llamó a la “tranquilidad”, mientras autoproclamó la “efi ciente labor de limpieza” por parte de la empresa.
Quero, también directivo de Aclama, advierte que no solo los reportes oficiales escasean. También los tiempos de respuesta ante derrames han mermado a raíz de la caída de los precios del petróleo. Aún está vigente el decreto extraordinario publicado el 18 de diciembre de 1995 por el presidente Rafael Caldera para definir el control de la calidad de los cuerpos de agua de Venezuela.
El asunto es que los planes de contingencia de privados y del Estado, de tirios y troyanos, no están funcionando. “Hay evidencia que el mantenimiento de la infraestructura petrolera se ha reducido”, concluye Quero.
La contaminación ocurre en el enigma. Silenciosa, furtiva, sin castigo. Pero allí está. Se ve, se huele. Avanza al ritmo de la marea del día, fusionándose con pieles, lanchas y cualquier objeto que halle a su paso. Esto lo saben a la perfección Luis, sus sandalias y shorts; sus cangrejos, camarones y hasta sus perros moteados por manchas negras. Son canes de la calle, camuflados con estigmas del petróleo. Se transfiguran en dálmatas de pieles mestizas por culpa de la profanación ambiental.
Picor que escoce el cuero
Un hombre se queja a lo lejos en la playa de Bajo Grande. Reposa tendido, boca abajo, sin franela y con un short rojo, en un chinchorro transparente. Sus gritos a la prensa resultan en balbuceos por culpa de la distancia. Descansa de la faena de pescador en el porche de una casa con piso y paredes de cemento gris. Sus palabras se hacen audibles, cobran sentido, ya en la cercanía: “¡Que me arde el cuero ya de tanto petróleo y gasolina!”
Dírimo Morán tiene 62 años y pesca desde los 8. De tez morena y pelo grisáceo, se enorgullece al recordar sus primeros días en el oficio. “Comencé cuando estaba en primer grado, pero no era como el primer grado de ahorita, que no saben ni sumar ni restar. Yo sí sabía”. Se ufana de su carrera mientras se rasca el brazo izquierdo. La piel le pica cada jornada tras sus aventuras de sol, agua y crudo.
Para él, petróleo no es sinónimo de oro, dinero ni riquezas. Ese compuesto solo le ha valido dificultades, pobreza y escozores. Cada día su pesca es menor. El óleo negruzco se adhiere a las amuras de su lancha –las partes curvas del casco inferior-; mancha redes y motores a su antojo.
La marea de la noche anterior introdujo a su residencia, ubicada a solo 25 metros de la playa, petróleo en diversas presentaciones: sólido y aplanado como un tabloncillo de cartón; líquido; en bolitas o pastoso. Las paredes y el pavimento ennegrecieron por la visita inesperada.
Las lanchas El Magnate I y II, Rosalinda y La Princesa están formadas en línea sobre la arena, con sus popas encarando el Lago. Dos muchachos lavan con gasolina uno de los cascos. hay sentido de pertenencia. Estas generaciones no están identificadas con el Lago”.
Docentes y asociaciones ambientalistas zulianas, sin embargo, han hecho lobby de manera eficiente con la Asamblea Nacional. En su seno ya reposa el proyecto de Ley de Saneamiento y Conservación del Lago de Maracaibo. Es un borrador legislativo que se aprobó en el CLEZ hace tres años y que plantea entre sus artículos que al menos un dólar por cada barril de petróleo extraído del Lago se invierta en su preservación.
Ícono de la ignominia
Juan, un pescador sanfranciscano de El Bajo, es un tipo curioso. Es todo un personaje. Gordinflón, con acento maracucho y su particular forma de hablar, ironiza sobre gobiernos y regionalistas mientras saluda a sus colegas en las playas del oeste. “Mijo, aguas afuera lo que hay es petróleo. Llega ‘de a coñazo’ cuando hay marea y viento. Antes daban carreras para ‘recogelo’, pero, ¿ahora? ¡Nada!”.
El rollizo pescador se anima a echar un chiste sobre el crudo y las aguas zulianas. Una sexagenaria le preguntó hace días qué era bueno para quitar el petróleo de la ropa. Su respuesta ocurrente alborotó las risas de los presentes: “Mija, eso es fácil: ¡una tijera!”
Mientras se limpia las lágrimas de tanto reír, cede a la seriedad. Habla de piratas, petróleo y peligro. Y se atreve a desafiar al colectivo. Se anima a exagerar para refutar los localismos que adoran lo “vergatario” y lo espléndido. Su frase desmorona en cinco segundos los cimientos de un regionalismo de medias tintas: “Tenemos el Lago ‘perdío’, primo. Este no es el Lago más grande de Suramérica. Lo que tenemos es el pantano más grande del mundo”. El patrimonio de la ignominia tiene acento zuliano.

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