La política medioambiental de Donald Trump es impermeable a la ciencia y la razón
Muchas personas votaron a Donald Trump porque se
creyeron la promesa de que nos devolvería a lo que imaginan que fueron los
buenos tiempos (la época en que Estados Unidos tenía montones de puestos de
trabajo tradicionales extrayendo carbón y fabricando productos manufacturados).
Van a llevarse un buen chasco: la desaparición de los trabajos manuales tiene
que ver sobre todo con el cambio tecnológico, no con la globalización, y por
mucho que escriban en Twitter o que reduzcan los impuestos, esos puestos de
trabajo no van a volver.
Pero, en otros aspectos, Trump sí que puede devolvernos a la década de
1970. Puede, por ejemplo, devolvernos a la época en que, con demasiada
frecuencia, respirar aire no estaba exento de peligro. Y ha empezado con buen
pie al escoger a Scott Pruitt, enemigo
acérrimo del control de la contaminación, para dirigir el Organismo de Protección del Medio Ambiente. ¡Hacer que
Estados Unidos vuelva a ahogarse!
Muchos de los comentarios sobre el nombramiento de Pruitt se han
centrado en su rechazo a la ciencia del clima y en la alta probabilidad de que
el Gobierno entrante deshaga los importantes avances
contra el cambio climático que el presidente Obama empezaba a conseguir. Y, a
la larga, esto es lo realmente grave.
Al fin y al cabo, el cambio climático pone en peligro la existencia de
un modo en que no lo hace la contaminación, y la llegada del equipo de Trump al
poder tal vez signifique que hemos perdido la última oportunidad de llevar a
cabo un esfuerzo de cooperación para frenar esa amenaza.
Todos los que han contribuido a este resultado —especialmente, si se me
permite decirlo, los periodistas que convirtieron el asunto esencialmente
trivial de los correos electrónicos de Hillary Clinton en el tema dominante de
la información sobre la campaña— son en parte responsables de lo que podría
acabar siendo un acontecimiento que destruya la civilización. No, no es una
exageración.
Pero el cambio climático es una amenaza de avance lento y en gran medida
invisible, difícil de explicar y demostrar a la ciudadanía (que es una de las
razones por las que los negacionistas del cambio climático, espléndidamente
financiados, han tenido tanto éxito confundiendo al respecto). Así que vale la
pena señalar que la mayoría de las normas medioambientales tienen que ver con
amenazas mucho más evidentes, inmediatas y en ocasiones mortíferas. Y es muy
probable que gran parte de esa normativa vaya camino del olvido.
Piensen en cómo era Estados Unidos en 1970, el año en que se fundó el
Organismo de Protección del Medio Ambiente. Seguía siendo un país industrial,
en el que aproximadamente la cuarta parte de los trabajadores se dedicaban a la
fabricación, a menudo con sueldos relativamente altos gracias, en parte, a un
movimiento sindical todavía fuerte. (Resulta curioso que los trumpistas que
prometen restaurar los viejos tiempos nunca mencionen ese detalle).
Sin embargo, también era un país muy contaminado. En las grandes
ciudades era bastante frecuente que el aire fuese irrespirable por la niebla
tóxica; en la zona de Los Ángeles, eran bastante habituales los avisos de
contaminación extrema, a veces acompañados de advertencias sobre que incluso
los adultos sanos debían evitar el exterior y moverse lo menos posible.
Ahora está muchísimo mejor (no perfecto, pero mucho mejor). Hoy en día,
para experimentar la clase de crisis de contaminación que antes era tan
frecuente en Los Ángeles o Houston, hay que ir a sitios como Pekín o Nueva
Delhi. Y la mejora de la calidad del aire ha tenido beneficios claros y
medibles. Por ejemplo, se está viendo que la función pulmonar de los niños de
la zona de Los Ángeles está mejorando considerablemente, un hecho claramente
vinculado a una menor contaminación.
La cuestión clave es que la mejora del aire no es algo casual: es
consecuencia directa de la normativa (la cual se topó a cada paso con una
oposición radical por parte de intereses creados que criticaban las pruebas
científicas sobre el daño causado por la contaminación, mientras insistían en
que limitar las emisiones destruiría empleo).
Como habrán adivinado, esos intereses creados se equivocaban en todo.
Los beneficios para la salud de un aire más limpio son clarísimos. Por otra
parte, la experiencia demuestra que el crecimiento económico es perfectamente
compatible con la mejora del medio ambiente. De hecho, la reducción de la
contaminación reporta grandes beneficios económicos cuando se tienen en cuenta
el coste de la atención sanitaria y los efectos de una menor contaminación
sobre la productividad.
Mientras tanto, una y otra vez se ha comprobado que las afirmaciones
sobre los grandes costes empresariales de los programas medioambientales son
erróneas. Tal vez no resulte sorprendente, dado que los grupos de interés
intentan defender su derecho a contaminar. Resulta, sin embargo, que hasta el
propio Organismo de Protección del Medio Ambiente ha tenido tendencia a
sobrestimar el coste de sus normas.
Así que el deterioro de la protección medioambiental que se avecina será
malo en todos los sentidos: malo para la economía, y malo también para la
salud. Pero no esperen que los argumentos racionales al respecto persuadan a
las personas que pronto dirigirán la Administración. Después de todo, lo que es
malo para Estados Unidos puede seguir siendo bueno para los hermanos Koch y
otros como ellos. Además, mis contactos siguen diciéndome que defender una
medida política basándose en hechos y cifras es arrogante y elitista, toma ya.
La buena noticia, o algo así, es que algunas de las nefastas
consecuencias ambientales del trumpismo probablemente salten a la vista
—literalmente— muy pronto. Y cuando volvamos a los tiempos del aire
contaminado, sabremos exactamente a quién culpar.
Central térmica a carbón Scherer, en el estado de Georgia, la más contaminante de EE UU. JOHN AMIS AP
10 DIC 2016 - 00:00 CET EL PAIS
Paul
Krugman es
premio Nobel de Economía.
© The New York Times Company, 2016.
Traducción de News Clips.
© The New York Times Company, 2016.
Traducción de News Clips.
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