En la
cumbre de París no está en juego tan solo el calentamiento global, sino la
capacidad humana de gobernar el planeta
¿Somos capaces de gobernar nuestro mundo? Se
atribuye al fundador de uno de los Estados más rígidos y autoritarios de la
historia como fue la extinta Unión Soviética la idea de que, una vez
conquistado el poder, cualquier cocinera un poco sensata podía hacerse cargo de
la tarea de Gobierno. Hace un siglo ya de tal manifestación de optimismo
leninista, facilitada por los manuales de doctrina marxista y los márgenes
infinitos de acción arbitraria que proporcionan las dictaduras a quienes las
ejercen.
Gobernar hoy es muy difícil, en cualquiera de los
niveles, desde una gran ciudad hasta un país y no hablemos ya de las grandes
organizaciones como la Unión Europea. No sirven recetas ni doctrinas como las
que imaginaban los revolucionarios de hace un siglo ni hay tampoco,
afortunadamente, facilidades para sus drásticos y sanguinarios métodos. Pero,
sobre todo, no hay materia de gobierno, sea local o nacional, que no se
enfrente a una compleja dimensión global y exija concertar internacionalmente
las actuaciones más allá de los límites administrativos y fronteras.
Al terminar la Guerra Fría la humanidad atisbó el
breve espejismo de un nuevo orden internacional regido por Naciones Unidas, que
gradualmente iría extendiéndose a todo el planeta. El mundo iba a ser
gobernado; e iba a serlo por la construcción de instituciones internacionales
al estilo de la pionera Unión Europea. De ahí surgieron iniciativas como la
Cumbre de la Tierra, celebrada en
Río de Janeiro en 1992, donde se firmó la Convención Marco sobre el
Cambio Climático, un primer tratado internacional con el objetivo de limitar la
emisión de gases a la atmósfera, aunque todavía sin cuantificación de objetivos
ni mecanismos de control y sanción.
El incremento de la temperatura de la tierra como
producto de la industrialización es solo una dimensión de los profundos y
acelerados cambios que está produciendo la acción humana, hasta dibujar un
planeta catastrófico en un futuro que ya se nos ha echado encima. En los
primeros compases de esta conciencia ecológica eran muchas las voces escépticas
que rechazaban la idea de que fueran los humanos los responsables del
calentamiento global. O que discutían la legitimidad y la eficacia de las
actuaciones sobre el clima desde gobiernos e instituciones internacionales y
preferían dejar que el mercado actuara sin cortapisas.
Casi todas estas ideas han quedado obsoletas y ya
nadie discute la necesidad de cambiar el viejo modelo basado en el carbón y los
combustibles fósiles por energías alternativas. Pero las resistencias de los
grupos de presión mineros y petrolíferos siguen siendo potentes, sobre todo en
la primera economía mundial que es Estados Unidos, donde hay que dar por
descontado que el Senado, donde se sientan los representantes directos de los
Estados, jamás ratificará tratados internacionales que cuantifiquen objetivos y
establezcan mecanismos de control vinculantes.
Exactamente lo contrario es lo que ha sucedido en
Europa, especialmente ejercitada para la cooperación y la construcción de
instituciones multilaterales. La Conferencia de las Partes (COP), que ahora se
reúne en París, en la que se
reúnen los firmantes de la Convención del Cambio Climático, tuvo su
primero encuentro en Berlín en 1995 bajo la presidencia de una jovencísima
ministra de Medio Ambiente llamada Angela Merkel, y de ahí salió el impulso
para el Protocolo de Kioto, tratado internacional de 1997 en el que se
establecían por primera vez reducciones de emisiones cuantificadas y
comprometidas.
Tenemos un mundo multipolar sin gobernanza multilateral. Será un milagro
si hay resultados a largo plazo
Diez años después, las emisiones habían aumentado
un 24% y, aún así, quienes más y mejor cumplieron fueron los europeos. Aquel
fue un tratado que afectaba solo a los países industrializados, aunque algunos
no lo ratificaron, como EE UU, y otros, como China, ahora el mayor
contaminador, no estaba concernida. Cuando en 2009 se
quiso firmar en Copenhague un nuevo tratado que sustituyera al de Kioto,
los europeos quedaron marginados por los países emergentes y sobre todo por
EE UU y China, el G2, las dos superpotencias con vocación de controlar el
siglo XXI y actualmente las más contaminadoras del planeta, que limitaron los
resultados a una declaración de intenciones. Ya nadie se acuerda de que Angela
Merkel era reconocida entonces, gracias a sus esfuerzos desde la presidencia
del G8 para asegurar el éxito de Copenhague, como la canciller del
clima, su primer y efímero título antes de destacar primero como canciller
del rigor y ahora canciller del asilo.
Con la Cumbre de París, que se reúne hasta el 11 de
diciembre, han cambiado las reglas. No habrá un tratado vinculante y los
objetivos serán meras propuestas voluntarias que se sumarán y analizarán
conjuntamente, aunque todavía no están claros los sistemas y períodos de
revisión. Como en anteriores cumbres, se han incorporado muchas instituciones y
especialmente las grandes ciudades, pero al final solo cuentan los Estados
reconocidos, las Partes del Convenio, y ninguno de ellos está dispuesto a ceder
soberanía a los otros o a entidades supranacionales.
A diferencia de las otras conferencias, los países
llegan con sus propuestas cerradas previamente, con la dudosa pretensión de
alcanzar conjuntamente la reducción a dos grados del aumento de las
temperaturas del planeta al final de siglo en relación a la era preindustrial.
China y Estados Unidos, los dos mayores contaminadores, llegan con los deberes
hechos: en septiembre acordaron sus respectivos recortes de emisiones en un
acuerdo bilateral. La otra parte de su éxito radica en la financiación para
evitar las injusticias climáticas en una negociación que, al final, termina
siendo una especie de lucha de clases, ricos contra pobres, para repartirse los
derechos para seguir contaminando, los estímulos para no hacerlo o la factura
de los desperfectos.
Como ensayo de gobierno mundial, esta COP21 es una rareza. Tenemos un
mundo multipolar sin gobernanza multilateral. Será un milagro si hay resultados
satisfactorios y a largo plazo, más allá de la actual propaganda y del
escaparate diplomático y político. La conferencia de París es, en todo caso, un
excelente espejo del paisaje geopolítico mundial, en el que se registra el peso
de cada uno de los países, esas partes soberanas que se reúnen anualmente con
el propósito al menos nominal de salvar la vida en la tierra.
Instalación 'Ice Watch' del artista islandés Olafur Eliasson en París. / CHESNOT (GETTY)
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