Nunca
imaginaron aquellos científicos naturales que pusieron en forma científica a
las relaciones de intercambio que se dan dentro de determinados marcos
espaciales a los que concibieron como “sistemas”, que no sólo estaban
investigando hechos naturales sino, además, abriendo una perspectiva política
de dimensiones incalculables, es decir que esa, su ciencia, iba a situarse en
el centro de los debates políticos del siglo XX y XXl. Desde luego, “algo”
había en esa ciencia que la hacía proclive a su politización
El doble
carácter de la ciencia ecológica
Que la
ecología haya llegado a ser ciencia natural y política a la vez, es un
privilegio que raramente pueden ostentar las ciencias no sociales. Porque
hablar de una sociología o de una economía política se entiende por sí solo,
pues las ciencias llamadas sociales limitan directamente con las escenas
políticas de acción. Mucho más difícil sería hablar de una biología, de una
química, de una física política. Ecología Política, en cambio, ha pasado a ser
una ciencia impartida en muchos institutos de ciencias sociales y políticas; y
en las más diversas universidades. Pero para que hubiera alcanzado ese doble
status tan especial –ciencia natural y política a la vez– fue necesario que en
algún momento el saber ecológico fuera politizado, como ocurrió una vez con la
Economía, la que en su forma de Economía Política, compite, pero también se
entrecruza con el saber ecológico.
Estoy
seguro, por ejemplo, que si a la mayoría de los historiadores les fuera
preguntado cuando la ecología fue politizada, afirmarían que ello ocurrió con
la crisis de la sociedad industrial clásica (otros dicen civilización
industrial). ¿Cuándo comenzó esa crisis? Frente a esa pregunta surgirían
desavenencias y discusiones. No obstante, hay cierto consenso en el afirmar que
lo ecológico hizo su entrada en la escena pública cuando esa crisis fue
representada en acontecimientos y no sólo en teorías. La crisis petrolera de
los años setenta puede ser considerada, desde ese punto de vista, como un acontecimiento,
entre otros, que llevó a cuestionar las posibilidades de un crecimiento
económico constante, que era hasta entonces la base de la economía clásica en
sus dos formas principales: economía del crecimiento y economía del desarrollo.
Ese debate- en sus orígenes puramente intercientífico- rebalsó la esotérica de
los laboratorios e institutos hasta alcanzar esas dimensiones políticas que hoy
nadie niega.
Actores
ecológicos
Mas, la
popularidad que alcanzó la ecología fue sólo la antesala de su politización.
Pues no todo lo público es político, aunque todo lo político es público. Lo
político aparece cuando el espacio público comienza a ser ordenado en líneas
antagónicas, lo que significa que lo público se transforma en escenario de
actores que agrupándose unos en contra de otros luchan por aquello que da
precisamente sentido a la política: el poder. Puede que incluso se trate de
actores despolitizados, o sin pretensión de figuración política; pero en la
medida en que se enfrentan unos a otros, establecen, en las líneas que bordean
el antagonismo, una lucha política. Por eso, al llegar a este punto es
imposible continuar escribiendo sin intentar dar respuesta a la siguiente
pregunta: ¿quiénes eran esos actores que con sus luchas politizaron a la
ecología?
En primer
lugar, y es obvio, los representantes del saber
científico-ecológico. En
segundo lugar, aquellos sectores socio-culturales más receptivos al mensaje
ideológico, y que desde una perspectiva moral, e incluso religiosa, lo llevaron
a los espacios de protesta política. En
tercer lugar, un potencial político de una “izquierda” predominantemente
intelectual y académica que desde los años sesenta se encontraba a disposición
sin haber encontrado escenarios de acción representativa..
Los
portadores del saber
En el
momento inicial los actores ecológicos eran sólo representantes de un saber
distinto al que se había establecido como hegemónico tanto en las ciencias cómo
en las prácticas que conllevan un estilo moderno de vida basado y orientado
exclusivamente en torno de un supuestamente ilimitado crecimiento económico.
Eran, casi todos, autores de libros e informes, algunos de los cuales se
convirtieron en verdaderos acontecimientos. En muchos casos se trataba de
funcionarios internacionales, que iban constituyendo, poco a poco, una suerte
de sector disidente al interior de los paradigmas científicamente establecidos.
Ellos señalizaban, efectivamente, la ruptura del paradigma central de la
economía del crecimiento en los países industrialmente más avanzados, y de la
economía del desarrollo en los países que poblaban el mal llamado
Tercer Mundo.
Cuando
llegue el momento de que sea escrita la historia del movimiento ambientalista,
habrá que recordar nombres legendarios. Los trabajos acerca del significado de la
entropía en los procesos de producción natural y económicos desarrollados por
Geurgesco- Rogen; la crítica a la maquinaria industrial de un L.
Mumfordf; la defensa de “tecnologías conviviales” por parte de I. Illich;
la revaloración positiva de la producción en pequeña escala de F. Schumacher;
el regreso a las economías simplificadas de M. Neef, y tantos otros, fueron
hitos precursores de un nuevo estilo de pensamiento que, hoy lo sabemos,
anunciaba un cambio paradigmático en el corazón mismo de la llamada “sociedad
industrial”. Dichas ideas no tardaron en aparecer en informes internacionales.
El informe Meadows; el del Club de Roma, Global 2000, hasta llegar a la
comisión Brundland en 1987 desde donde nació aquella criatura llamada
“desarrollo auto sostenible” la que, desde la ya legendaria Conferencia de Río
(1992) ha llegado a ser parte del vocabulario oficial de representantes
estatales que hasta ese momento no tenían la menor idea de lo que significaba
el término ecología.
El
movimiento ambientalista vivió, efectivamente, como todo movimiento, su fase
infantil. Pero infantil significa también espontaneidad e imaginación,
aptitudes que sólo pueden ser desarrolladas en espacios amplios o democráticos.
En otras palabras, la idea ecológica sólo podía ser hija de Occidente, lugar
real o simbólico donde nació la política y lo político; es decir: en un espacio
público y democrático. Más aún; me atrevo a postular que la democracia es
condición básica para la expansión del pensamiento político ecológico. Y lo es
en un doble sentido: porque el debate ecológico no podía prescindir de los más
diversos juegos de opiniones, las que en las llamadas “sociedades cerradas” no
son posibles, y porque ese debate requiere de instituciones que lo protejan y
en cierto modo lo regulen. De ahí que me parece advertir que la lucha política
ecológica surgió desde un comienzo unida al tema de la democracia y de su
ampliación, lo que explica la estrecha relación que se da entre la política
ecológica y el derecho, particularmente en la forma simbólica de derechos
humanos, como trataré de comprobar algo más adelante. Pues el saber ecológico
presiona no sólo para hacerse presente en el espacio deliberativo de lo
político, función que ya ha cumplido con creces, sino que además en el espacio
regulativo, a saber, el de las Constituciones y Leyes, y no por último, en las
Convenciones Internacionales.
En ordenes
autoritarios es imposible cuestionar paradigmas pues los paradigmas son partes
de ese orden. Los portadores del saber ecológico pudieron desarrollarse en un
orden que acepta, e incluso estimula las rupturas paradigmáticas. Eso significa
en breve, que desde el comienzo hasta ahora, las nociones ecológicas no podrán
ser separadas de los propios ideales democráticos desde donde surgieron. En
términos epocales debería decirse que el ecologismo es parte de la revolución
democrática de nuestro tiempo.
Moralistas y
ecologistas
Fue quizás
esa capacidad de autoelevarse de una instancia a otra, tan propia al discurso
ecologista, la razón que inspiró –particularmente en países altamente
industrializados– a determinados grupos culturales y sociales a manifestar su
malestar frente a modos de producir orientados predominantemente al saqueo y al
pillaje de los recursos de esta tierra. La mayoría de ellos estaba guiado, en
su protesta, por una actitud universalista y moralista. Y siempre hay que
contar que en cada orden hay personas que no sólo se mueven políticamente
cuando sus intereses materiales inmediatos se encuentran amenazados, sino que a
partir de convicciones, fundamentos y principios que son parte constitutiva de
su identidad. Sin un mínimo de actitud altruista la vida social sería sólo un
simple conglomerado de intereses y la práctica política sería imposible.
Así se
explica que sectores más moralizados que politizados, muchos de ellos
portadores de fundamentos religiosos, y distanciados de los cursos de la
política tradicional, hubieran captado que existían además otras formas de
hacer política que no dependían exclusivamente de los mecanismos periódicos de
delegación sino, además, abrían posibilidades de protesta contra un orden de
cosas: la llamada “civilización industrial”, la que aparecía en esos momentos
como un edificio construido sobre falsos fundamentos. Comenzaba a nacer así una
protesta ecologista con fuertes vinculaciones internacionales. Un movimiento
global antes de que nadie hablara de globalización.
No hay
política sin moral, se ha repetido tantas veces; aunque hay moral sin política.
Eso quiere decir, que la acción política se sirve de morales establecidas, pero
las transporta a otro espacios que no es el de la pura moral, lo que implicaba
necesariamente, que en su marcha hacia los espacios de la política, el
movimiento ecológico fuera dejando en el camino a muchos de sus fundadores que
no se resignaron a abandonar los ámbitos de la simple protesta moral.
La Ecología
y “la Izquierda”
La entrada
de los movimientos ambientalistas en la antesala institucional debía portar
necesariamente consigo sino una ruptura, por lo menos una alta carga de
tensión, aún no superada, con otra vertiente fundacional del movimiento. He de
referirme en este punto a un tercer grupo de actores, esto es, aquellos que
venían de la llamada “izquierda no tradicional”.
Particularmente
las generaciones antiparlamentarias de los años sesenta y setenta se
encontraban, justo en el momento en que la razón ecológica comenzaba a
transformarse en razón política, viviendo un momento de despolitización gradual
que durante y después de la explosión de los años sesenta existía, antes que
nada, en la forma de una subcultura de carácter predominantemente
ínter-universitario. Esa izquierda, a diferencia de las izquierdas
parlamentarias, socialdemócratas, laborales e incluso populistas, no
correspondía, en general a ninguna negativa frente a una eventual “derecha”, y
su campo de antagonismo estaba situado más allá de los conflictos reales, en la
virtualidad absoluta de sus propias ideologías. Se trataba, objetivamente, de
un actor sin escenario, o si se prefiere: de un representante sin
representados. La realidad de esa izquierda era su propia teoría. Luego, era
una izquierda más bien cultural que política, y por lo mismo, encapsulada
en sus propios rituales y en su propia mitología Como “izquierda”
aseguraba una identidad ideológica negativa a sus miembros (anticapitalismo),
la que sólo se reconocía en una serie de principios generales, más no en una
práctica coherente. Muchos de sus miembros, por ejemplo, se distanciaba del
“socialismo real”, pero sin atreverse a negarlo radicalmente por temor a hacer
el juego del “enemigo principal”: el capitalismo occidental. Era, si se quiere,
una izquierda sin política, y esto significa, sin acción política, ni escenario
político.
Ahora bien,
los movimientos sociales que comenzaron a cristalizar en diferentes países
durante los años setenta, entre ellos, el ambientalista, ofrecieron a muchos
sectores de esa izquierda la posibilidad de una (re)inserción en la escena
política. Indudablemente, de esa cultura de izquierda fueron reclutados buenos
organizadores, excelentes retóricos, intelectuales, y muchos activistas del
movimiento ecológico. No obstante, ese cambio de posiciones, no tardaría en
producir escisiones, primeros manifestadas al interior de esa misma izquierda,
y después al interior del propio movimiento ecológico, pues era inevitable que
esa izquierda no trasladara sus traumas, visiones e ideologías al escenario
ambientalista. Para muchos de sus exponentes, sobre todo en sus comienzos, la
lucha ecológica era sólo una de las formas que asumía la “lucha contra el
capital”, y la defensa de la naturaleza sólo una continuación de la lucha de
clases bajo “nuevas” formas. En las palabras de un cabaretista del movimiento
verde alemán: “si el proletariado ha muerto; que vivan los árboles”.
El exceso
ideologista que portaba la izquierda que pasó a insertarse en los movimientos
ambientalistas, contribuyó en alguna medida a la formación, e incluso,
endurecimiento, de un polo opuesto: El de los
ecologistas puros, muchos de los cuales provenían también de esa izquierda
sin política, pero que desencantados, buscaban en los principios ecológicos un
lugar de refugio narcisista desde donde, con yogurt y cena macrobiótica, aire
puro y vegetación sin antipesticidas, etc., pretendían crear “formas alternativas
de vida”, lo que significaba, en buenas cuentas, recluirse en el mundo de
la cultura, sin arriesgar la entrada al espacio público. En algunos países
europeos, continuando en cierto modo las tradiciones “hippie” que
coexistieron y en cierto modo impregnaron las revueltas de los años sesenta y
setenta, los nuevos activistas trasladaban sus visiones comunales fuera de las
ciudades, organizando cooperativas agrarias. Algunas de estas cooperativas
todavía subsisten, pero organizadas bajo eficientes criterios capitalistas.
No obstante,
e independientemente a esas inevitables deformaciones de nacimiento que todavía
marcan el curso a veces titubeante de los movimientos ambientales, la izquierda
importó también al campo ecologista su noción radical de justicia social, lo
que significaba, que las reformas ecológicas debían ser entendidas como medios
de reivindicación social, y no sólo “natural”, y por lo mismo, no al precio de
pasar por alto intereses de grupos sociales subalternos. De este modo, temas
como el agua, el aire, el clima, pasaron a ser entendidos en directa relación
con sus usuarios: los humanos, y por cierto, con los problemas que implica su
administración. La inserción de esa izquierda en la ecología, permitió, en
síntesis, que el movimiento no cayera definitivamente en manos de gurús
panteístas, por un lado, o de técnicos ecologistas por otro, facilitándose así
el camino de la politización del movimiento en su conjunto. Dicha politización
se hizo sobre todo manifiesta, cuando, a partir de una determinada fase de
crecimiento discursivo, el ecologismo pasó, de la simple protesta, a la
concertación de medidas de acción, lo que implicaba reconocer la pluralidad de
intereses en juego que frente a cada problema se hacían presente, aceptar la
mediación de instituciones estatales, incluso las parlamentarias, y ajustar su
práctica a sistemas jurídicos establecidos. No deja de ser interesante que,
evolucionando a partir de esa izquierda, y en contacto permanente con el
problema ecológico, haya surgido una generación políticamente
institucionalizada que ha hecho posible que el Estado no sólo aparezca como
representante de una política de crecimiento y desarrollo; también como
representante de intereses entrecruzados, entre los cuales se encuentran los de
los actores ecológicos de nuestro tiempo.
El reencuentro del Estado
Al pasar a
la fase de la intervención política, el movimiento ambiental se vio en la
necesidad de vincularse al Estado, ya fuera por adscripción política
partidaria, ya fuera por aceptación de las reglas del juego que devenían del
sistema jurídico. Pero ese Estado, a su vez, ya no era el Estado de la
“sociedad industrial”, es decir, el representante de una cadena extendida de
modo vertical que articulaba en eslabones sólidos la política con las
organizaciones económicas de los empresarios e industriales, en el marco de
procesos de producción económica que privilegiaban a la industria pesada, ya
sea en los países en donde esta yacía, como en aquellos que la esperaban como
tabla de salvación frente al “subdesarrollo”.
El
movimiento ambientalista surgió efectivamente de modo paralelo y sincrónico con
el deterioro del orden industrial clásico y creció también de modo paralelo y
sincrónico con aquel otro que en el imaginario de los sociólogos es conocido
como el de “la sociedad digital”, de tal modo que dicho movimiento tuvo la
particularidad de enlazar dos tradiciones temporalmente separadas: Una, la naturalista, que desde los
inicios del período capitalista viene realizando protestas en contra de la
radicalidad de la modernización, y otra, la post-moderna,
que, ligada a nuevas visiones de progreso, eleva una crítica a la “sociedad
industrial” en nombre de “otro progreso”, y que en lugar de la industria pesada
del capitalismo clásico, aboga por una economía computarizada, donde la
digitalización y lo virtual actúen como agentes productivos, mediante la
instauración de estructuras de producción y de trabajo flexible que operan en
gran medida en los sectores de servicios.
Ahora bien,
ese paralelismo y sincronía del movimiento ambiental con las configuraciones
post-modernas en los campos de la economía y de la cultura, no es simple
casualidad. Pues, en su forma intelectual, el movimiento ambiental es un
resultado de la crisis de los modos “fordistas” de producir (división del
trabajo, producción y consumo de masas, Estado distribuidor, etc.) basados en
el uso intensivo de la fuerza de trabajo asalariada y en las utilización
desmedida de energía fosilística.
El
ambientalismo es, si se quiere, una protesta articulada de sectores políticos y
culturales que perciben que el Estado ya no puede, no digamos controlar, pero
ni siquiera coordinar, la totalidad de la vida social, la que en el marco de la
llamada globalización parece escapar de sus esferas, apareciendo por doquier
nuevas formas de organización. Y si el esquema vertical con el Estado en la
cúspide no funciona, sólo quedan dos alternativas: o los actores sociales caen
en el desorden más caótico en espera de que el Estado alguna vez regrese, o
crean formas inter-comunicativas que alteren la geometría vertical de la
“sociedad-Estado”. Una de estas formas de organización diagonal y horizontal,
está constituida por las llamadas redes de intercomunicación social y política,
las que, más allá de las necesarias estructuras institucionales e incluso
partidistas “clásicas”, han sido las formas predilectas de organización
ambientalista en los últimos años. Gracias a la comunicación reedificada, el
movimiento ambiental ha logrado coordinar acciones supranacionales, hasta
alcanzar las más altas cúspides internacionales, donde, detrás de las
declaraciones que firman gobiernos se encuentra ese trabajo de hormiga
desarrollado por organizaciones no gubernamentales, grupos derecho-humanistas,
e iniciativas locales coordinadas.
La gente que vive ahí
En cualquier
caso, más allá de la globalización, de la digitalización y de la virtualización
de los medios inter-comunicativos, la protesta ambiental tiene lugar en
determinados espacios pues, ella misma, por definición (ambiental), se ha
aventurado a recuperar espacios de reproducción de la vida frente a quienes
consideran al espacio sólo como un lugar de reproducción de ganancias, a partir
de consideraciones empresariales e incluso nacional- estatales.
Sin la
reivindicación del uso equitativo del espacio, el movimiento ambiental no
existiría. De este modo se entiende porque una de las conflagraciones políticas
más relevantes de nuestro tiempo puede ser encontrada a partir de la
contradicción entre dos modos de valorar el espacio. Un modo que “pone en
valor” determinadas zonas de acuerdo a proyectos que han surgido muy lejos del
espacio monetariamente “valorizado”. Otro modo que valora el espacio, de
acuerdo al significado real que ofrece a quienes viven dentro de sus límites. De
acuerdo a la primera noción, espacio es sólo sinónimo de “lugar”. De acuerdo a
la segunda, espacio es sinónimo de “hábitat”, término que designa mucho mejor
la relación entre individuos y grupos con el ambiente que comparten, y en donde
desarrollan sus modos de vida, es decir, sus relaciones de identidad, sus
tradiciones, sus organizaciones, en fin, su cultura. Espacio, en ese sentido,
sería un lugar asociativamente cultivado.
Al fin y al
cabo, la noción de espacio depende de la perspectiva desde donde se le ve, y un
espacio puede ser visto desde fuera, desde lejos, pero también desde dentro. Y
en cada caso, la visión es distinta, como distintos son los tiempos que
transcurren al exterior y al interior de esos espacios. De ahí que alterar las
relaciones de espacio, es alterar las relaciones de tiempo de sus usuarios (y
viceversa), y en el caso de los espacios habitados por comunidades y pueblos,
alterar las relaciones de tiempo significa alterar las relaciones de vida de
los humanos, es decir, las condiciones que hacen a la reproducción de las
identidades colectivas e individuales.
No obstante,
más allá de cosmovisiones panteístas, no está escrito en ningún código
universal que bajo determinadas condiciones no haya que alterar las relaciones
espaciales donde habitan pueblos y culturas, más allá de lo que piensen los
representantes de esa suerte de “fundamentalismo culturalista” que ha surgido
también como una secuela del auge ambientalista. Estas, las relaciones
espaciales, están siendo de un modo u otro siempre alteradas, y no sólo por
hechos traumáticos como deforestaciones, deportaciones o guerras, sino que
muchas veces por los propios habitantes de esos espacios, ya que habitar un
espacio significa usarlo, y usarlo es en cierto modo, “alterarlo”. De tal modo
que el problema que está planteado no es la conservación sagrada de los
espacios sino qcual es el grado de alteración que puede soportar un espacio
para sus habitantes inmediatos, para una nación en general, y por último, para
el propio planeta. Pues, cada espacio está situado en un marco jurídico
territorial, y casi siempre en una nación.
Ahora bien,
en tanto las reivindicaciones ambientales pretenden liberar el espacio de un
sobrepeso de destructividad que tarde o temprano se vuelve en contra de la
misma racionalidad económica, quienes defienden políticas ambientales han
tenido que articularse, quieran o no, con los habitantes de esos espacios,
teniendo lugar así una suerte de inesperada relación entre la llamada lucha
ecológica propiamente tal y las de diferentes grupos humanos, sobre todo, las
de los llamados “pueblos”, por la conservación de sus espacios de reproducción,
material y cultural. Pero eso no fue así desde el comienzo. En los momentos
preliminares de la lucha ecológica, los habitantes de los espacios que había
que rescatar a la modernidad industrial constituían para “los salvadores del
planeta”, sólo factores secundarios.
Hace algunos
años me contaba por ejemplo un encargado de planificación urbana en un país de
América Central, que por encargo del propio gobierno del país, llegó a ese país
un grupo de técnicos escandinavos especializados en procesos de reforestació
con el objetivo de planificar la reforestación de las zonas altas que rodean la
ciudad, a fin de evitar nuevos derrumbes provocados por las inundaciones.
Después de una evaluación hecha a primera vista, el director del grupo explicó
que el trabajo básico podía estar terminado en el plazo de un año. El
planificador le contestó que eso significaría trasladar de lugar a las personas
que vivían en los cerros, y eso podía durar más de un año. La pregunta del
director del grupo fue muy sintomática:
– ¿ Es que
vive gente aquí?
Tanto para
los empresarios, como para los ecologistas, los espacios no eran, en un
comienzo, un “hábitat”; eran simplemente lugares. Hoy esa relación está
cambiando radicalmente. Primero hay que preguntar por la gente. Porque esa
gente que pueblan los lugares son, en muchos casos, pueblos; y un pueblo no sólo es la población. Es algo mucho más
complejo.
“La gente
que vive ahí” ha encontrado, gracias entre otras razones a los accesos
institucionales que les ha ido brindando la lucha ambiental, muchas
posibilidades de hacerse presente, es decir, de hacer política; y no sólo
frente al interlocutor tradicional, el Estado, sino además frente a organismos
internacionales que si bien pueden no representar la legalidad de cada Estado,
gozan de la legitimidad que esos Estados les han conferido a través de la firma
de múltiples acuerdos y convenciones. De este modo, la lucha por la defensa
espacial se manifiesta en diferentes lugares a la vez. Y ningún conflicto es
igual a otro, es decir, es siempre “nuevo”, y en tanto la política se ocupa de
“lo nuevo” lleva, cada vez más, a la politización de la lucha ambiental.
Existen,
evidentemente, muchas zonas en donde el saqueo ecológico, en su complementación
con el económico, ha alcanzado tanta intensidad que ha terminado por dañar, a
veces irremediablemente, tejidos comunitarios y sociales. La fragmentación de
la naturaleza va acompañada en muchos casos de fragmentación social (al revés
ocurre lo mismo). De este modo, suele suceder que algunos ambientalistas asuman
teóricamente el rol de “abogados” de tales grupos, es decir, hablar en nombre
de “ellos” (los pobres, los erradicados, las víctimas) pero sin ellos. Eso
posibilita que en muchos situaciones los “abogados de la naturaleza” sé
autonomizan de los representados que desean representar, y terminan por recrear
en su propio imaginario, formas simbólicas de representación que substituyen a
las reales Créame el lector: cuando escucho a determinados ecologistas
referirse de un sólo plumazo a todos los pobres de la tierra; o cuando
comienzan a hablar del “tercer mundo”; y todavía peor: cuando amontonan en una
sola y minúscula palabra toda la miseria de este mundo; en esa palabra llamada “Sur” (en oposición a un supuesto y
millonario “Norte”),
presiento que esos ecologistas sólo están hablando de ellos mismos, de sus
propios nortes y sures internos, pero no de aquellos a los que dicen representar;
en todo caso: no están hablando en nombre de “la gente que vive ahí”, porque
“ahí” significa referirse a un espacio ni virtual, ni ideológico, ni
imaginario.
El “ahí” es
siempre concreto, y “la gente que ahí vive” lleva nombre y apellidos.
La Revolución Ecológica (Parte IX: La conciencia y
el Verbo)
Puede parecer extraño que los cambios ecológicos que los cambios
ecológicos que demanda la defensa del planeta sean entendidos como una
revolución. Quizás es necesario precisar esta idea. El término revolución no ha sido usado
aquí para designar el salto cualitativo de una sociedad a otra en el marco de
un proceso evolutivo que va de unidades inferiores a otras supuestamente
superiores. No es posible dejar de pensar que el concepto de revolución está
demasiado ligado a las teorías del progreso y del desarrollo que este mismo trabajo
intenta cuestionar. Por lo tanto, el concepto de revolución ha sido usado en su
sentido más lato, esto es, para referirse a cambios profundos en todos los
niveles de la existencia, pero sin que éstos correspondan con ningún plan
inscrito en alguna ideología del progreso, del crecimiento, o del desarrollo.
Eso no quiere decir que la
revolución ecológica de nuestro tiempo carezca de planes; lo que se afirma,
simplemente, es que ella no es resultado de un determinado plan. Cada autor se
ve cada cierto tiempo obligado a trabajar no con la terminología que quisiera,
sino que con la que ha sido históricamente impuesta. La idea de la revolución
ecológica ha sido impuesta, irónicamente, por entidades que en el pasado jamás
se habrían atrevido o emplear esa palabra, como El Club de Roma, por ejemplo. Tales instituciones
han propuesto el término revolución apuntando objetivos muy precisos, entre
otros, demostrar que la defensa de la tierra ya no es posible sin
transformaciones radicales —por eso se habla de una revolución global— en los
terrenos de la economía, la política, y no por último, de la cultura. Por eso
nos señalan que una revolución global en función de transformaciones ecológicas
no puede ser sólo ecológica, planteamiento que aquí ha sido recogido y en
alguna medida, continuado.
La
revolución global, al no ser puramente ecológica, debe ser entendida como una
que se expresa ecológicamente, como también se expresa económica y políticamente, y no por último, en la
propia condición antropológica. Es, si se quiere, "la primera revolución
sin revolucionarios". Lo ecológico propiamente tal no puede entonces sino
aparecer en su forma articulada o, como se ha dicho aquí, a través de su
"impureza esencial", Por lo tanto, es también una revolución que no
puede ser plenamente externalizada, pues al actuar con diversos campos
simultáneos, nos involucra en tanto que individuos. Por esas razones, la
revolución también se realiza en nuestra alma, ya que implica despedirse de la
idea de que existe algo así como una razón humana independiente de la
naturaleza. Al concebir la razón no como una propiedad particular sino como una
de las formas que se ha dado la naturaleza para autorreflexionarse, a partir de
los errores que ella comete en el proceso de su propia formación, nos vemos
obligados a asumir la posibilidad de "renaturalizar a la razón", lo
que al mismo tiempo implica "racionalizar a la naturaleza". Ni
nuestra razón es sobrenatural, ni la naturaleza es irracional.
Ejemplificando a través de la relación
que se ha establecido entre dos ciencias originariamente hermanas, la ecología
y la economía, fue posible comprobar la tesis relativa a que una revolución
ecológica no puede ser sólo ecológica pues, a partir de la articulación entre
dos saberes, se produce "un contacto transformativo" que posibilita
la articulación de otros múltiples saberes, los cuales terminan disolviéndose
el uno en el otro, con lo que la idea de la especificidad disciplinaria se
convierte en un concepto cuya validez rige al interior de las universidades,
pero que en la práctica ya no tiene ni sentido categorial ni operacional.
En el caso particular de la relación
ecología/economía, se vio cómo la constatación que lleva a establecer límites
en los procesos de producción obliga a una "intervención ecológica"
mediante la cual son creadas las condiciones para realizar una Segunda Crítica
a la Economía Política que reemplace las nociones cuantitativistas derivadas de
las teorías del cálculo económico, por el criterio de evaluación, lo que al
descuantificar la relación naturaleza/trabajo/producción, crea condiciones para
una nueva teoría del valor y, por supuesto, de los precios. A su vez, la fijación de límites en el
crecimiento lleva a conceder un sentido preferencial a economías de bajo nivel
entrópico, como alternativa a las formas de producción fosilísticas. Se
trataría, en consecuencia, de agregar una tercera contabilidad, la de la
naturaleza, que descongestiona a las dos primeras; la del individuo y la de la
empresa, la que tiene por consecuencia reducir lo monetario a sus simples
signos convencionales, desfetichizando al máximo fetiche de nuestro tiempo: el
dinero. En breves términos, se trata de resolver el antagonismo entre intereses
individuales derivados de la ganancia monetaria, y los generales derivados de
la defensa de la naturaleza, incluyendo en ella, por supuesto, a la humanidad.
Al llegar a este
punto, parecería haber más de algún motivo para caer en el más depresivo
pesimismo. El objetivo de la revolución ecológica de nuestro tiempo es tan
grande, y los medios de que se dispone para alcanzarlo parecen ser tan
limitados, que no hay motivos para sentirse feliz. Y por cierto, sí se mira
cuan poco se han materializado las ideas ecológicas, cómo ese vacío en la capa
de ozono —a través del cual nos mira burlonamente el ojo de Dios— se agranda y
agranda y, como todo lo que antes era bello en la vida (el aire, el sol, el
agua, el sexo) se está volviendo peligroso, no quedarían muchas esperanzas.
Pero, por otra parle, sí somos parte de la naturaleza, y lo somos, la
naturaleza no puede ser suicida. De alguna manera se las arreglará por medio de
nosotros (espero que no en contra) para sobrevivir, Y si se piensa, por otra parte, que los
grandes proyectos históricos no se expresan de manera inmediata, sino mediante
procesos invisibles de "toma de conciencia", quizás se puede tener
alguna esperanza.
La Biblia cuenta que lo primero fue el
Verbo. Quizás hoy se podría decir: lo primero fue la conciencia.
Por Fernando
Mires. Extraído de la Revolución Que Nadie Soñó, o la otra posmodernidad.
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