miércoles, 30 de diciembre de 2015

El queso y los poetas - Jorge F. Hernández



Como único propósito para el año nuevo me propongo ampliar la obra El olvido del queso en la literatura europea, que dejara inconclusa –en cinco volúmenes—el inmortal Gilbert K. Chesterton, quien la anunció en un artículo publicado el 10 de julio de 1909 en las páginas del periódico inglés Daily News. Decía el sabio obeso que, salvo Virgilio y algún bardo anónimo, “los poetas han guardado un misterioso silencio sobre la cuestión del queso” y su digresión sobre el tema lo lleva a reflexionar sobre la autenticidad del queso de determinados lugares, consumidos in situ, como una muestra de buena civilización, mientras que el jabón fabricado en Escocia y exportado a Tailandia apunta a una mala civilización donde se pierde o no importa el sazón local de las cosas.
Así armaba sus columnas Chesterton, con ingenio e inteligencia, con humor que no necesariamente chistes, y con un ánimo peripatético de llevar al lector por un paseo en donde se confirma que el ensayo es pensamiento andante, como ha escrito mi hijo Santiago o la música del caminar, como hace Sebastián en todos sus paseos. Chesterton iba murmurando las palabras de todo lo que veía que lo asombraba e intoleraba, todo lo que movía a reflexión e incluso a llamar la atención como la alarma de un bombero. De aquí que sea muy afortunada la aparición de Alarmas y digresiones –bajo el sello de El Acantilado (but of course)—una sabrosa antología en donde el genio inglés se recrea denostando a todo aquel que considere que la masa democrática es bruta per se, cuando nos consta que es precisamente esa masa anónima de la sociedad la que ha bautizado a las flores, poniéndole nube a las florecillas blancas que acompañan a la rosa en un ramo o diente de león a la flor que en secas solamos como deseo que se lleva el viento.
Semana a semana, Gilbert K. Chesterton cuajaba pequeñas joyas del intelecto en prosa, a veces con el tiempo encima por habérsele olvidado precisamente el día de la entrega. En alguna ocasión, habiendo tomado el tren desde su casa en el campo, se vio forzado a enviar un telegrama a su mujer donde le decía “Estoy en Kensington Station. ¿En dónde debería estar?”, porque se le había olvidado en el trayecto de ida el motivo de su entrada a la ciudad, pero también porque al viajar en los vagones Chesterton ponía el ejemplo a seguir para todo escritor: leer los periódicos que olvidan en los asientos, tanto como leer los rostros y el vestuario de los demás pasajeros, leer el paisaje como un óleo cambiante que pasa como un vértigo por la ventana y leer en silencio lo que tienen que decirnos nuestra propia conciencia.
Así, al imaginar que el paisaje bucólico de la campiña nos llena a todos el alma, Chesterton asegura que incluso todos llevamos una casa de campo soñada para un futuro de utopía personal. Al ser interpelado por un amigo, que lo conoce bien y que sabe que Chesterton es tan urbano como los postes de luz, los camiones de dos pisos, las tiendas de gafas y el café de la esquina, el sabio gordo le responde que desde luego anhela tener una casa en la montaña, un chalet en la campiña que le permita ver Londres desde lejos y confirmar que es no menos que una de las más grandes maravillas del mundo.
Enrevesado, hipnótico, directo, sensible, más que inteligente y perspicaz, Chesterton dejó párrafos que no pierden vigencia y al contrario, son modelos ejemplares para todo aquel que se proponga publicar una columna en un diario, tanto como quien precisa mejorar su participación en conversaciones de sobremesa. Hace un siglo, Alfonso Reyes tradujo para la casa Espasa (al llegar a Madrid y ganarse la vida en cuanto párrafo pudiera) uno de los volúmenes que reunía perlas de la sabiduría de Chesterton bajo el título Enormes minucias. Ahora, Alarmas y digresiones viene a sumarse a los estantes de quienes lo leemos como psicoterapia de papiroflexia heterodoxa, quienes le seguimos la sombra como discreta legión de la obesidad al servicio de la agilidad mental y sí, quienes suscribimos que los poetas de la literatura del mundo han desdeñado no sólo las posibilidades vocálicas del queso, sino sus inagotables metáforas extrasensoriales.

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