Como único propósito para el año
nuevo me propongo ampliar la obra El olvido del queso en la literatura
europea, que dejara inconclusa –en cinco volúmenes—el inmortal Gilbert K.
Chesterton, quien la anunció en un artículo publicado el 10 de julio de 1909 en
las páginas del periódico inglés Daily News. Decía el sabio obeso
que, salvo Virgilio y algún bardo anónimo, “los poetas han guardado un
misterioso silencio sobre la cuestión del queso” y su digresión sobre el tema
lo lleva a reflexionar sobre la autenticidad del queso de determinados lugares,
consumidos in situ, como una muestra de buena civilización, mientras que el
jabón fabricado en Escocia y exportado a Tailandia apunta a una mala
civilización donde se pierde o no importa el sazón local de las cosas.
Así armaba sus columnas Chesterton,
con ingenio e inteligencia, con humor que no necesariamente chistes, y con un
ánimo peripatético de llevar al lector por un paseo en donde se confirma que el
ensayo es pensamiento andante, como ha escrito mi hijo Santiago o la música del
caminar, como hace Sebastián en todos sus paseos. Chesterton iba murmurando las
palabras de todo lo que veía que lo asombraba e intoleraba, todo lo que movía a
reflexión e incluso a llamar la atención como la alarma de un bombero. De aquí
que sea muy afortunada la aparición de Alarmas y digresiones –bajo
el sello de El Acantilado (but of course)—una sabrosa antología en donde
el genio inglés se recrea denostando a todo aquel que considere que la masa
democrática es bruta per se, cuando nos consta que es precisamente esa masa
anónima de la sociedad la que ha bautizado a las flores, poniéndole nube a
las florecillas blancas que acompañan a la rosa en un ramo o diente de
león a la flor que en secas solamos como deseo que se lleva el viento.
Semana a semana, Gilbert K.
Chesterton cuajaba pequeñas joyas del intelecto en prosa, a veces con el tiempo
encima por habérsele olvidado precisamente el día de la entrega. En alguna
ocasión, habiendo tomado el tren desde su casa en el campo, se vio forzado a
enviar un telegrama a su mujer donde le decía “Estoy en Kensington Station. ¿En
dónde debería estar?”, porque se le había olvidado en el trayecto de ida el
motivo de su entrada a la ciudad, pero también porque al viajar en los vagones
Chesterton ponía el ejemplo a seguir para todo escritor: leer los periódicos
que olvidan en los asientos, tanto como leer los rostros y el vestuario de los
demás pasajeros, leer el paisaje como un óleo cambiante que pasa como un
vértigo por la ventana y leer en silencio lo que tienen que decirnos nuestra
propia conciencia.
Así, al imaginar que el paisaje
bucólico de la campiña nos llena a todos el alma, Chesterton asegura que
incluso todos llevamos una casa de campo soñada para un futuro de utopía
personal. Al ser interpelado por un amigo, que lo conoce bien y que sabe que
Chesterton es tan urbano como los postes de luz, los camiones de dos pisos, las
tiendas de gafas y el café de la esquina, el sabio gordo le responde que desde
luego anhela tener una casa en la montaña, un chalet en la campiña que le
permita ver Londres desde lejos y confirmar que es no menos que una de las más
grandes maravillas del mundo.
Enrevesado, hipnótico, directo,
sensible, más que inteligente y perspicaz, Chesterton dejó párrafos que no
pierden vigencia y al contrario, son modelos ejemplares para todo aquel que se
proponga publicar una columna en un diario, tanto como quien precisa mejorar su
participación en conversaciones de sobremesa. Hace un siglo, Alfonso Reyes
tradujo para la casa Espasa (al llegar a Madrid y ganarse la vida en cuanto
párrafo pudiera) uno de los volúmenes que reunía perlas de la sabiduría de
Chesterton bajo el título Enormes minucias. Ahora, Alarmas
y digresiones viene a sumarse a los estantes de quienes lo leemos como
psicoterapia de papiroflexia heterodoxa, quienes le seguimos la sombra como
discreta legión de la obesidad al servicio de la agilidad mental y sí, quienes
suscribimos que los poetas de la literatura del mundo han desdeñado no sólo las
posibilidades vocálicas del queso, sino sus inagotables metáforas
extrasensoriales.
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