sábado, 3 de octubre de 2015

Acerca del papel de la religión en la crisis ecosocial: contrahegemonía, religación y lucha contra la idolatría - Santiago Álvarez Cantalapiedra


Una civilización en la que la producción de más y más mercancías es el objeto fundamental de la economía y de la sociedad es una civilización que ha perdido el rumbo. El capitalismo es una civilización que no civiliza al explotar las fuerzas del trabajo y dejar a la naturaleza exhausta por agotamiento y devastación. Civilizar el sistema socioeconómico exige racionalizar y humanizar las relaciones sociales, transformar el aparato y las fuerzas productivas para que dejen de ser fuerzas de y para el capital. Pero no sólo eso, requiere asimismo modos nuevos de vida no dominados por la cultura del dinero, otras formas de vida basadas en valores que combatan la tendencia a transformar todo en mercancía. La tierra, el agua, el aire, la vida, el tiempo y los sentimientos de las personas, todo se negocia de acuerdo al valor que marca su precio:

«llegó, finalmente, un tiempo en que todo lo que los seres humanos habían considerado inalienable fue objeto de cambio y de tráfico y pudo enajenarse. Este es el tiempo en que las mismas cosas que hasta ahora habían sido comunicadas, pero jamás cambiadas; dadas, pero nunca vendidas; adquiridas, pero jamás compradas –virtud, amor, opinión, ciencia, conciencia, etc.–; en que todo, en fin, pasó al comercio. Este es el tiempo de la corrupción general, de la venalidad universal, o, para hablar en términos de Economía política, el tiempo en que habiendo llegado cualquier cosa, moral o física, a convertirse en valor venal, se la lleva al mercado para ser apreciada por su valor adecuado».1

Reconocernos en este tiempo «de la corrupción general, de la venalidad universal», es un primer paso para evidenciar el atolladero al que nos ha conducido una civilización que, como Saturno, devora a sus hijos. Necesitamos criterios diferentes a los del mercado capitalista; establecer nuevas prioridades y orientar las inversiones y el consumo según las necesidades de la humanidad preservando la naturaleza de la que somos parte; aprender, por ejemplo, del romanticismo revolucionario que –lo señala Michael Löwy– no supone un retorno al pasado sino una «vuelta por el pasado en dirección a un futuro emancipador»2 o redescubrir la sabiduría aún presente en la mayoría de las tradiciones religiosas o en las cosmovisiones de los pueblos oprimidos por las potencias coloniales o poscoloniales. Todo resulta necesario, nada sobra (también, por supuesto, lo mejor de la Modernidad y del pensamiento científico y técnico) en este «siglo de la Gran Prueba», como lo denomina Jorge Riechmann.3


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¿Qué papel cabe esperar de las religiones ante la encrucijada en que nos sitúa la crisis ecosocial?

En la actualidad existen 10.000 religiones en nuestro planeta. Cuatro de cada cinco personas en el mundo se definen a sí mismas como religiosas. La religión, para bien o para mal, nunca ha abandonado el espacio público; para mal, porque ha servido en demasiadas ocasiones para naturalizar muchas de las injusticias y desigualdades de las principales estructuras de dominación y poder: el capitalismo, el colonialismo y el sexismo; para bien, porque ha sido siempre fuente de inspiración de quienes han luchado contra la injusticia y la opresión a lo largo de la historia. Como señaló Ernst Bloch, «lo mejor de la religión es que provoca herejes». Quien entra en conflicto con un dogma establecido se convierte, en la práctica, en un insumiso. Religiones proféticas, como el cristianismo, se han reformado y reactualizado permanentemente a lo largo de su historia gracias a las herejías.


Desde esta vertiente positiva, varias son las aportaciones que pueden realizar las religiones en este momento: por un lado, favorecer el surgimiento de visiones contrahegemónicas; por otro, ayudar a desmitificar los ídolos que dominan la actualidad.
Teologías políticas y visiones contrahegemónicas Las visiones contrahegemónicas surgen cuando movimientos organizados a contracorriente buscan desacreditar aquellos esquemas de pensamiento que se presentan como la comprensión natural de la vida social y aspiran, al mismo tiempo, a proporcionar comprensiones alternativas creíbles. Boaventura de Sousa Santos considera que el discurso de los derechos humanos y las teologías políticas son hoy los grandes oponentes de la ideología del individualismo posesivo.4

Ahora bien, si los derechos humanos se pueden entender como defensa de la dignidad humana, ¿cómo es posible que la generalidad con que se aceptan en el plano del discurso se vea permanentemente contradicha en el plano de los hechos? Surge, pues, la sospecha de que tal y como se entienden y defienden hoy los derechos humanos, a partir de una concepción dominante vinculada a la matriz occidental y liberal, la visión convencional de los mismos forma parte «de la propia hegemonía que consolida y legitima la opresión».5 Pero así y todo, ¿podrían los derechos humanos utilizarse de un modo contrahegemónico? Según de Sousa Santos, los movimientos religiosos, y las teologías políticas que los sustentan, representan en muchos casos un discurso de defensa de la dignidad humana alternativo a la lectura que hace la concepción hegemónica de los derechos humanos. En este sentido, las teologías pluralistas y progresistas6 podrían contribuir a una visión contrahegemónica de los derechos humanos orientada a la construcción de una sociedad más justa y digna.

La importancia creciente y el carácter transnacional de los movimientos que reivindican la presencia de la religión en la esfera pública es un hecho constatable en el mundo actual que puede ser leído como un fenómeno global que permita avanzar en esta dirección. Al tiempo, el diálogo y la teología interreligiosa brotan reforzados de la percepción de que la dimensión global de los problemas que actualmente acucian a la humanidad exige respuestas globales.

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Religar lo humano en la naturaleza y defensa de los comunes

Aunque las diferencias entre las religiones son grandes, todas pretenden descubrir y ofrecer un sentido último a la vida mediante el encuentro vivencial con algo que sobrepasa o abarca al ser humano. Ciertamente todas las religiones predican mandatos morales del tipo «trata a los demás como desees que te traten a ti», pero no por ello la religión queda reducida o disuelta en la ética, pues la actitud religiosa tiene que ver también con el sobrecogimiento ante el misterio, ante aquellas parcelas de la vida sobre las que no es posible probar científicamente los cimientos en que se asientan, mostrando así que, además de «lo científico», existe «lo significativo». Estos rasgos, que de alguna manera son secantes con los de la ética y el arte, no sólo hacen posible el diálogo entre confesiones, sino que abren también un camino hacia el ecumenismo en la sabiduría humana.

Pero además de vivencia-encuentro con el misterio, como quiera que esto se entienda (el absoluto o lo sagrado apersonal; Dios, como lo sagrado personal; el nirvana, como última realidad), el filósofo vasco Xavier Zubiri encontró otra característica básica del fenómeno religioso en la interpretación etimológica de la propia palabra religión. El término procede de la voz latina religio, relacionada con el verbo religare, que significa religar o vincular. En este sentido, la experiencia religiosa consistiría en la consciencia y vivencia de la vinculación y dependencia respecto a los demás (interdependencia), a la sociedad de la que se forma parte (sociodependencia), la naturaleza que nos constituye (ecodependencia) y, también, respecto a Dios como fundamento último (teodependencia). De esta vivencia los seres humanos descubren que existir consiste en estar religado.

Esta consciencia de la religación ayuda a reconsiderar el papel de lo humano en la naturaleza y permite anteponer –según las enseñanzas de los llamados Padres (griegos y latinos) de la Iglesia– la defensa de los bienes comunes a los intereses privados y beneficios personales: «La naturaleza ha producido todas las cosas en común para todos. Pues Dios ordenó que todo se engendrase de manera que el sustento fuese común a todos y la tierra una especie de posesión colectiva de todos. La naturaleza engendró un derecho común y la usurpación creó el derecho privado» (San Ambrosio, De officiis ministrorum 1, 28, 142).7

La «religión económica»: capitalismo e idolatría

«En el capitalismo hay que ver una religión», anotaba en 1921 en sus apuntes Walter Benjamin, añadiendo a continuación: «no es sólo similar a “una imagen de estilo religioso” [así pensaba Max Weber], sino “un fenómeno esencialmente religioso” […] es una religión puramente de culto». El teólogo jesuita González Faus comentando este último rasgo señala: «Me parece muy valiosa la vinculación exclusiva de la religión del dinero con sólo el culto. El Capitalismo no ofrece ninguna cosmovisión que intente responder a las cuestiones fundamentales que pueblan la vida humana […] sólo exige un culto incondicional. Y ello es debido a que el capitalismo, como dice la Biblia de los ídolos, es “obra de manos humanas”: por un proceso y un instinto muy arraigados en la entraña humana, acabamos llamando dios a la obra de nuestras manos».8 Quizás por ello en lugar de religión sea más propio hablar de idolatría, pues en el capitalismo, el dinero y el capital se convierten en ídolos (Mammón, como se designa al ídolo en arameo; Moloch o Baal, ídolos cananeos), objetos de un culto fanático y exclusivo («nadie puede servir a dos señores […] no podéis servir a Dios y al Dinero», Mateo 6, 24 y Lucas 16, 13) que exigen irremediablemente insaciables sacrificios humanos.

El origen y fundamento moderno de la idolatría actual se encuentra en la celebración exacerbada de las supuestas virtudes del capitalismo y su carácter de buena nueva: manojos de pasiones e intereses, los seres humanos no son capaces de crear instituciones basadas en la reciprocidad y la entrega generosa más que en espacios de proximidad y en contextos comunitarios reducidos, pero la “buena noticia” del paradigma del interés propio, articulado a través del mercado, anuncia que un egoísmo estimulado por la competitividad es el camino seguro para promover el interés general, dispensando así de otros propósitos referidos a metas sociales que además de innecesarios pueden convertirse en contraproducentes a la hora de alcanzar el bien común. Sin esta fe inconmovible en el paradigma del interés propio, cuya retórica posee una cualidad teológica que la eleva por encima de cualquier exigencia de comprobación empírica, llevando a la absolutización del capitalismo, no se explica la tranquilidad con que se aceptan actualmente como inevitables los sacrificios que se exigen y el increíble número de víctimas que este sistema engendra.9 La aceptación del sacrificio otorga invisibilidad y niega reconocimiento a las víctimas que surgen tanto de la explotación de la naturaleza y el trabajo como de la opresión patriarcal y colonial.



La “absolutización” de este capitalismo sacrificial asienta la idea de que se vive en el mejor de los mundos posibles, aireándose a los cuatro vientos la superioridad del capitalismo frente a cualquier alternativa en la organización de la sociedad. Se llega así –como hizo Fukuyama con la democracia liberal occidental– al cierre hegeliano de la historia: no significa tanto el fin de los acontecimientos, pero sí el término de la evolución en el campo del pensamiento económico y la universalización del capitalismo como forma última de organización de la economía. «Este convencimiento de vivir en el cuasi-final de los tiempos lleva consigo la actitud religiosa de la certeza del cumplimiento de las promesas. No hay que esperar nada más ni mejor, el Mesías ya ha venido. La esperanza se ha realizado».10

Queda así caracterizada la economía liberal como un orden natural. Este salto de la historia a la naturaleza tiene «una impronta religiosa como puso de relieve Marx en su teoría del fetichismo […] por algo Marx calificó al capitalismo de “religión de la vida cotidiana” […] Un evangelio extraordinariamente vigoroso, porque se profesa en nombre de leyes naturales y garantiza resultados beneficiosos para todos».11

Para las distintas Iglesias del mundo debería estar claro que el gran problema al que se enfrentan no es la increencia sino la idolatría y que alentar la fe lleva como tarea la apostasía de los ídolos emergentes de la sociedad. El potencial de las religiones en la construcción de visiones contrahegemónicas de la dignidad humana que religuen lo humano en la naturaleza, promuevan la fraternidad entre una humanidad escindida, defiendan los comunes y desmitifiquen los ídolos de opresión y muerte es algo que una sociedad profundamente secularizada (esto es, tolerante y plural) no debe desaprovechar.

Notas

1 K. Marx (1847), Miseria de la filosofía, Ediciones Orbis, Barcelona, 1984, p. 54. 2 Véase la entrevista a Michael Löwy realizada por Rafael Díaz-Salazar aparecida en el nº 315 de El Viejo Topo (abril de 2014), complementaria de la que aparece publicada en este número de Papeles de relaciones ecosociales y cambio global. Quiero agradecer a Rafael Díaz-Salazar su estrecha colaboración en la confección de este número al proponer temas, colaboradores y facilitar los contactos. 3 J. Riechmann, El siglo de la Gran Prueba, Baile del Sol, Tegueste (Tenerife), 2013.

4 B. S. Santos, Si Dios fuese un activista de los derechos humanos, Trotta, Madrid, 2014. 5 Ibidem, p. 13. 6 Aunque todas las teologías políticas cuestionan la distinción moderna entre lo público y lo privado y reivindican la intervención de la religión en el espacio público, no todas son críticas con el orden existente. El ámbito y la orientación de la intervención son los criterios que utiliza Sousa Santos para establecer las distinciones que han de hacerse entre las diferentes teologías políticas. En cuanto al ámbito de intervención, hay teologías políticas fundamentalistas que definen un orden social desde posiciones dogmáticas y actitudes basadas en creencias irreductibles. En ellas se defiende una interpretación literal de los textos sagrados, creyendo posible extraer de ellos sin ninguna mediación los principios con los que hay que organizar la sociedad. 

Por el contrario, las teologías pluralistas aceptan la autonomía de la vida pública y la organización de la sociedad, resaltando el papel de las mediaciones socioculturales y manejando con equilibrio la tensión entre la razón y la revelación. La lectura de los textos y la práctica religiosa se considera siempre situada en un contexto histórico, por lo que se rechazan concepciones ahistóricas y a-contextuales de la religiosidad. En lo que se refiere a la orientación de la intervención religiosa, es posible distinguir entre teologías tradicionalistas y progresistas. Las tradicionalistas naturalizan las injusticias y desigualdades del orden vigente con el argumento de la tradición, mientras que las progresistas consideran que no es posible separar el análisis de la religión del análisis de las relaciones sociales, siendo fundamental por ello distinguir entre la religión de los oprimidos y la de los opresores, siendo los pobres, como colectivo, preocupación central y lugar social desde el que interpretar la realidad. Entre las teologías plurales y progresistas se encuentran las teologías de la liberación, poscoloniales y feministas.

7 Véase J. Domínguez, Movimientos colectivistas y proféticos en la historia de la Iglesia, Mensajero, Bilbao, 1970.

8 J. I. González Faus, «El dinero es el único dios y el capitalismo su profeta», Iglesia Viva nº 249, 2012, p. 111.

9 H. Assman y F. Hinkelammert, A idolatría do mercado. Ensaio sobre economía e teología, Vozes, Petropolis, 1989.

10 J. M. Mardones, Capitalismo y religión, Sal Terrae, Santander, 1991, p. 275.

11 Hugo Assman, «Las falacias religiosas del mercado», Cuadernos CJ nº 76, p. 20.


Revista Papeles de relaciones ecosociales y cambio global Nº 125 2014, pp. 5-10

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