Una civilización en la que la producción de más y más
mercancías es el objeto fundamental de la economía y de la sociedad es una
civilización que ha perdido el rumbo. El capitalismo es una civilización que no
civiliza al explotar las fuerzas del trabajo y dejar a la naturaleza exhausta
por agotamiento y devastación. Civilizar el sistema socioeconómico exige
racionalizar y humanizar las relaciones sociales, transformar el aparato y las fuerzas
productivas para que dejen de ser fuerzas de y para el capital. Pero no sólo
eso, requiere asimismo modos nuevos de vida no dominados por la cultura del
dinero, otras formas de vida basadas en valores que combatan la tendencia a
transformar todo en mercancía. La tierra, el agua, el aire, la vida, el tiempo
y los sentimientos de las personas, todo se negocia de acuerdo al valor que
marca su precio:
«llegó, finalmente, un tiempo en que todo lo que los
seres humanos habían considerado inalienable fue objeto de cambio y de tráfico
y pudo enajenarse. Este es el tiempo en que las mismas cosas que hasta ahora
habían sido comunicadas, pero jamás cambiadas; dadas, pero nunca vendidas;
adquiridas, pero jamás compradas –virtud, amor, opinión, ciencia, conciencia, etc.–;
en que todo, en fin, pasó al comercio. Este es el tiempo de la corrupción
general, de la venalidad universal, o, para hablar en términos de Economía
política, el tiempo en que habiendo llegado cualquier cosa, moral o física, a
convertirse en valor venal, se la lleva al mercado para ser apreciada por su
valor adecuado».1
Reconocernos en este tiempo «de la corrupción general,
de la venalidad universal», es un primer paso para evidenciar el atolladero al
que nos ha conducido una civilización que, como Saturno, devora a sus hijos.
Necesitamos criterios diferentes a los del mercado capitalista; establecer
nuevas prioridades y orientar las inversiones y el consumo según las
necesidades de la humanidad preservando la naturaleza de la que somos parte;
aprender, por ejemplo, del romanticismo revolucionario que –lo señala Michael
Löwy– no supone un retorno al pasado sino una «vuelta por el pasado en
dirección a un futuro emancipador»2 o redescubrir la sabiduría aún presente en
la mayoría de las tradiciones religiosas o en las cosmovisiones de los pueblos
oprimidos por las potencias coloniales o poscoloniales. Todo resulta necesario,
nada sobra (también, por supuesto, lo mejor de la Modernidad y del pensamiento
científico y técnico) en este «siglo de la Gran Prueba», como lo denomina Jorge
Riechmann.3
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¿Qué
papel cabe esperar de las religiones ante la encrucijada en que nos sitúa la
crisis ecosocial?
En la actualidad existen 10.000 religiones en nuestro
planeta. Cuatro de cada cinco personas en el mundo se definen a sí mismas como
religiosas. La religión, para bien o para mal, nunca ha abandonado el espacio
público; para mal, porque ha servido en demasiadas ocasiones para naturalizar
muchas de las injusticias y desigualdades de las principales estructuras de
dominación y poder: el capitalismo, el colonialismo y el sexismo; para bien,
porque ha sido siempre fuente de inspiración de quienes han luchado contra la
injusticia y la opresión a lo largo de la historia. Como señaló Ernst Bloch,
«lo mejor de la religión es que provoca herejes». Quien entra en conflicto con
un dogma establecido se convierte, en la práctica, en un insumiso. Religiones
proféticas, como el cristianismo, se han reformado y reactualizado
permanentemente a lo largo de su historia gracias a las herejías.
Desde esta vertiente positiva, varias son las
aportaciones que pueden realizar las religiones en este momento: por un lado,
favorecer el surgimiento de visiones contrahegemónicas; por otro, ayudar a
desmitificar los ídolos que dominan la actualidad.
Teologías políticas y visiones contrahegemónicas Las
visiones contrahegemónicas surgen cuando movimientos organizados a
contracorriente buscan desacreditar aquellos esquemas de pensamiento que se
presentan como la comprensión natural de la vida social y aspiran, al mismo
tiempo, a proporcionar comprensiones alternativas creíbles. Boaventura de Sousa
Santos considera que el discurso de los derechos humanos y las teologías
políticas son hoy los grandes oponentes de la ideología del individualismo
posesivo.4
Ahora bien, si los derechos humanos se pueden entender
como defensa de la dignidad humana, ¿cómo es posible que la generalidad con que
se aceptan en el plano del discurso se vea permanentemente contradicha en el
plano de los hechos? Surge, pues, la sospecha de que tal y como se entienden y
defienden hoy los derechos humanos, a partir de una concepción dominante
vinculada a la matriz occidental y liberal, la visión convencional de los
mismos forma parte «de la propia hegemonía que consolida y legitima la
opresión».5 Pero así y todo, ¿podrían los derechos humanos utilizarse de un
modo contrahegemónico? Según de Sousa Santos, los movimientos religiosos, y las
teologías políticas que los sustentan, representan en muchos casos un discurso
de defensa de la dignidad humana alternativo a la lectura que hace la
concepción hegemónica de los derechos humanos. En este sentido, las teologías
pluralistas y progresistas6 podrían contribuir a una visión contrahegemónica de
los derechos humanos orientada a la construcción de una sociedad más justa y
digna.
La importancia creciente y el carácter transnacional de
los movimientos que reivindican la presencia de la religión en la esfera
pública es un hecho constatable en el mundo actual que puede ser leído como un
fenómeno global que permita avanzar en esta dirección. Al tiempo, el diálogo y
la teología interreligiosa brotan reforzados de la percepción de que la
dimensión global de los problemas que actualmente acucian a la humanidad exige
respuestas globales.
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Religar
lo humano en la naturaleza y defensa de los comunes
Aunque las diferencias entre las religiones son
grandes, todas pretenden descubrir y ofrecer un sentido último a la vida
mediante el encuentro vivencial con algo que sobrepasa o abarca al ser humano.
Ciertamente todas las religiones predican mandatos morales del tipo «trata a
los demás como desees que te traten a ti», pero no por ello la religión queda
reducida o disuelta en la ética, pues la actitud religiosa tiene que ver también
con el sobrecogimiento ante el misterio, ante aquellas parcelas de la vida
sobre las que no es posible probar científicamente los cimientos en que se
asientan, mostrando así que, además de «lo científico», existe «lo
significativo». Estos rasgos, que de alguna manera son secantes con los de la
ética y el arte, no sólo hacen posible el diálogo entre confesiones, sino que
abren también un camino hacia el ecumenismo en la sabiduría humana.
Pero además de vivencia-encuentro con el misterio, como
quiera que esto se entienda (el absoluto o lo sagrado apersonal; Dios, como lo
sagrado personal; el nirvana, como última realidad), el filósofo vasco Xavier
Zubiri encontró otra característica básica del fenómeno religioso en la
interpretación etimológica de la propia palabra religión. El término procede de
la voz latina religio, relacionada con el verbo religare, que significa religar
o vincular. En este sentido, la experiencia religiosa consistiría en la
consciencia y vivencia de la vinculación y dependencia respecto a los demás
(interdependencia), a la sociedad de la que se forma parte (sociodependencia),
la naturaleza que nos constituye (ecodependencia) y, también, respecto a Dios
como fundamento último (teodependencia). De esta vivencia los seres humanos
descubren que existir consiste en estar religado.
Esta consciencia de la religación ayuda a reconsiderar
el papel de lo humano en la naturaleza y permite anteponer –según las
enseñanzas de los llamados Padres (griegos y latinos) de la Iglesia– la defensa
de los bienes comunes a los intereses privados y beneficios personales: «La
naturaleza ha producido todas las cosas en común para todos. Pues Dios ordenó
que todo se engendrase de manera que el sustento fuese común a todos y la
tierra una especie de posesión colectiva de todos. La naturaleza engendró un
derecho común y la usurpación creó el derecho privado» (San Ambrosio, De
officiis ministrorum 1, 28, 142).7
La
«religión económica»: capitalismo e idolatría
«En el capitalismo hay que ver una religión», anotaba
en 1921 en sus apuntes Walter Benjamin, añadiendo a continuación: «no es sólo
similar a “una imagen de estilo religioso” [así pensaba Max Weber], sino “un
fenómeno esencialmente religioso” […] es una religión puramente de culto». El
teólogo jesuita González Faus comentando este último rasgo señala: «Me parece
muy valiosa la vinculación exclusiva de la religión del dinero con sólo el
culto. El Capitalismo no ofrece ninguna cosmovisión que intente responder a las
cuestiones fundamentales que pueblan la vida humana […] sólo exige un culto
incondicional. Y ello es debido a que el capitalismo, como dice la Biblia de
los ídolos, es “obra de manos humanas”: por un proceso y un instinto muy
arraigados en la entraña humana, acabamos llamando dios a la obra de nuestras manos».8
Quizás por ello en lugar de religión sea más propio hablar de idolatría, pues
en el capitalismo, el dinero y el capital se convierten en ídolos (Mammón, como
se designa al ídolo en arameo; Moloch o Baal, ídolos cananeos), objetos de un
culto fanático y exclusivo («nadie puede servir a dos señores […] no podéis
servir a Dios y al Dinero», Mateo 6, 24 y Lucas 16, 13) que exigen
irremediablemente insaciables sacrificios humanos.
El origen y fundamento moderno de la idolatría actual
se encuentra en la celebración exacerbada de las supuestas virtudes del
capitalismo y su carácter de buena nueva: manojos de pasiones e intereses, los
seres humanos no son capaces de crear instituciones basadas en la reciprocidad
y la entrega generosa más que en espacios de proximidad y en contextos
comunitarios reducidos, pero la “buena noticia” del paradigma del interés
propio, articulado a través del mercado, anuncia que un egoísmo estimulado por
la competitividad es el camino seguro para promover el interés general, dispensando
así de otros propósitos referidos a metas sociales que además de innecesarios
pueden convertirse en contraproducentes a la hora de alcanzar el bien común.
Sin esta fe inconmovible en el paradigma del interés propio, cuya retórica
posee una cualidad teológica que la eleva por encima de cualquier exigencia de
comprobación empírica, llevando a la absolutización del capitalismo, no se
explica la tranquilidad con que se aceptan actualmente como inevitables los
sacrificios que se exigen y el increíble número de víctimas que este sistema
engendra.9 La aceptación del sacrificio otorga invisibilidad y niega
reconocimiento a las víctimas que surgen tanto de la explotación de la
naturaleza y el trabajo como de la opresión patriarcal y colonial.
La “absolutización” de este capitalismo sacrificial
asienta la idea de que se vive en el mejor de los mundos posibles, aireándose a
los cuatro vientos la superioridad del capitalismo frente a cualquier
alternativa en la organización de la sociedad. Se llega así –como hizo Fukuyama
con la democracia liberal occidental– al cierre hegeliano de la historia: no
significa tanto el fin de los acontecimientos, pero sí el término de la
evolución en el campo del pensamiento económico y la universalización del
capitalismo como forma última de organización de la economía. «Este
convencimiento de vivir en el cuasi-final de los tiempos lleva consigo la
actitud religiosa de la certeza del cumplimiento de las promesas. No hay que
esperar nada más ni mejor, el Mesías ya ha venido. La esperanza se ha
realizado».10
Queda así caracterizada la economía liberal como un
orden natural. Este salto de la historia a la naturaleza tiene «una impronta
religiosa como puso de relieve Marx en su teoría del fetichismo […] por algo
Marx calificó al capitalismo de “religión de la vida cotidiana” […] Un
evangelio extraordinariamente vigoroso, porque se profesa en nombre de leyes
naturales y garantiza resultados beneficiosos para todos».11
Para las distintas Iglesias del mundo debería estar
claro que el gran problema al que se enfrentan no es la increencia sino la
idolatría y que alentar la fe lleva como tarea la apostasía de los ídolos
emergentes de la sociedad. El potencial de las religiones en la construcción de
visiones contrahegemónicas de la dignidad humana que religuen lo humano en la
naturaleza, promuevan la fraternidad entre una humanidad escindida, defiendan
los comunes y desmitifiquen los ídolos de opresión y muerte es algo que una
sociedad profundamente secularizada (esto es, tolerante y plural) no debe desaprovechar.
Notas
1 K. Marx (1847), Miseria de la filosofía, Ediciones
Orbis, Barcelona, 1984, p. 54. 2 Véase la entrevista a Michael Löwy realizada
por Rafael Díaz-Salazar aparecida en el nº 315 de El Viejo Topo (abril de 2014),
complementaria de la que aparece publicada en este número de Papeles de
relaciones ecosociales y cambio global. Quiero agradecer a Rafael Díaz-Salazar
su estrecha colaboración en la confección de este número al proponer temas,
colaboradores y facilitar los contactos. 3 J. Riechmann, El siglo de la Gran
Prueba, Baile del Sol, Tegueste (Tenerife), 2013.
4 B. S. Santos, Si Dios fuese un activista de los
derechos humanos, Trotta, Madrid, 2014. 5 Ibidem, p. 13. 6 Aunque todas las
teologías políticas cuestionan la distinción moderna entre lo público y lo
privado y reivindican la intervención de la religión en el espacio público, no
todas son críticas con el orden existente. El ámbito y la orientación de la
intervención son los criterios que utiliza Sousa Santos para establecer las distinciones
que han de hacerse entre las diferentes teologías políticas. En cuanto al
ámbito de intervención, hay teologías políticas fundamentalistas que definen un
orden social desde posiciones dogmáticas y actitudes basadas en creencias
irreductibles. En ellas se defiende una interpretación literal de los textos
sagrados, creyendo posible extraer de ellos sin ninguna mediación los
principios con los que hay que organizar la sociedad.
Por el contrario, las
teologías pluralistas aceptan la autonomía de la vida pública y la organización
de la sociedad, resaltando el papel de las mediaciones socioculturales y
manejando con equilibrio la tensión entre la razón y la revelación. La lectura
de los textos y la práctica religiosa se considera siempre situada en un contexto
histórico, por lo que se rechazan concepciones ahistóricas y a-contextuales de
la religiosidad. En lo que se refiere a la orientación de la intervención
religiosa, es posible distinguir entre teologías tradicionalistas y
progresistas. Las tradicionalistas naturalizan las injusticias y desigualdades
del orden vigente con el argumento de la tradición, mientras que las
progresistas consideran que no es posible separar el análisis de la religión
del análisis de las relaciones sociales, siendo fundamental por ello distinguir
entre la religión de los oprimidos y la de los opresores, siendo los pobres,
como colectivo, preocupación central y lugar social desde el que interpretar la
realidad. Entre las teologías plurales y progresistas se encuentran las teologías
de la liberación, poscoloniales y feministas.
7 Véase J. Domínguez, Movimientos colectivistas y
proféticos en la historia de la Iglesia, Mensajero, Bilbao, 1970.
8 J. I. González Faus, «El dinero es el único dios y el
capitalismo su profeta», Iglesia Viva nº 249, 2012, p. 111.
9 H. Assman y F. Hinkelammert, A idolatría do mercado.
Ensaio sobre economía e teología, Vozes, Petropolis, 1989.
10 J. M. Mardones, Capitalismo y religión, Sal Terrae,
Santander, 1991, p. 275.
11 Hugo Assman, «Las falacias religiosas del mercado»,
Cuadernos CJ nº 76, p. 20.
Revista
Papeles de relaciones ecosociales y cambio
global Nº 125 2014, pp. 5-10
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