La película Sie lebt [Vive] homenajea a Bernhard Grzimek, ecologista pionero, un alemán que se propuso salvar la fauna africana. Para él, el Serengueti era un jardín del edén a cuya defensa dedicó su vida. ¿Qué ha sido del legado de los grandes amantes de los animales?
El profesor Bernhard Grzimek en 1967, cuando era director del parque zoológico de Frankfurt. / EFE
Khetho Ncube ya ha visto a muchos reyes salir de la nada. "Los
leones suelen sentarse allí, en los cañaverales, a esperar a los animales que
quieren llegar al agua", dice el tanzano señalando la orilla del arroyo
vecino. Mientras habla, en la mano izquierda sostiene con firmeza su Winchester
cargado con cartuchos calibre 458 para caza mayor. Eso me tranquiliza porque,
en cuanto uno sale a dar una vuelta por el Serengueti, tiene la sensación de
que va a servir de pasto a los leones.
"No se aparte de mi lado", me había advertido Ncube por la
mañana mientras el sol conquistaba poco a poco el cielo sobre la sabana
amarillo pálido. "En caso de peligro —me indicó acompañándose con gestos—
hay que parar, retroceder despacio y agacharse".
El guía avanza seguido por una multitud de turistas en respetuoso
silencio. Detrás del grupo va un joven masai con túnica azul y la tradicional
lanza mkuki en la mano. Posiblemente sea una atracción para
los huéspedes, pero quizá sirva también para avisar a tiempo de la presencia
de simba, tembo y chui, como se llaman al león, el elefante y el
leopardo en suajili, la lengua del país.
Ncube lee el suelo de la sabana como si fuese un mapa. Distingue los
excrementos de las hienas y reconoce los residuos de los huesos de sus
víctimas, al igual que las heces llenas de espinas de acacia de los elefantes
("Nunca hay que pasar por encima de ellas con el coche si no quieres que
se pinchen las ruedas"). Luego levanta la mano. La caravana de visitantes
se queda quieta. No lejos de allí pasan al galope cuatro búfalos cafre como
musculosas montañas de carne con amenazadores cuernos.
"Son los más peligrosos", susurra Ncube, que trabaja para un
operador turístico. "Hay que evitar asustarlos". Según el guía,
cuando los elefantes se enfadan, primero hacen un simulacro de ataque
levantando las orejas y sacudiendo la trompa con furia, "pero cuando te
ataca un búfalo, tu vida está en peligro".
La aventura en la que participan ese día, entre otros, Pat Kurtiniatis y
Mike Cramer, una pareja de jubilados del condado de Orange, en California, se
llama Safari a Pie. El viaje formaba parte de la lista de cosas importantes que
les quedaban por hacer en su vida.
El parque nacional del Serengueti, en Tanzania, con una extensión casi
igual a la del Estado alemán de Schleswig-Holstein, es una de las grandes
regiones salvajes de la Tierra, un jardín del edén para los que buscan la
naturaleza virgen original. Nadie lo sabía mejor que Berhard Grzimek, el
veterano director del zoológico de Frankfurt que hace más de 55 años llegó a
esta sabana infinita con su hijo Michael y fue el autor de la película El
Serengueti no debe morir.
En breve, la cadena de televisión germana ARN proyectará un nuevo
largometraje sobre Grzimek, el alemán que se propuso ni más ni menos que salvar
la fauna africana. Ulrich Tukur, su protagonista, se refiere a él como un
visionario protector de los animales, un pionero del ecologismo convencido de
su misión, y un gran mujeriego.
En su programa de televisión Un lugar para los animales (Ein
Platz für Tiere), Grzimek, vestido con un traje impecable y con la raya del
cabello cuidadosamente marcada, hablaba en un lenguaje sencillo sobre elefantes
marinos, cisnes trompeteros, víboras bicéfalas o aves del paraíso, mientras
algún ejemplar del zoo de Fráncfort relacionado con el tema jugueteaba a su
alrededor.
Pero este amante de los animales no obtuvo fama internacional hasta que
se marchó a África y "con la pasión de un misionero se dedicó a advertir
de que se estaba aniquilando a las últimas manadas de grandes mamíferos en
libertad", afirmaba Der Spiegel en 1960.
Cubierta
de una de las películas de Bernhard Grzimek sobre el Serengueti.
La administración británica de lo que entonces era Tanganica tenía la
intención de definir de nuevo los límites del parque nacional del Serengueti
para satisfacer el deseo de los masai de disponer de más superficie de pastos.
Pero, ¿cuáles debían ser esos límites? Grzimek y su hijo aprendieron a pilotar
aviones, viajaron en una avioneta pintada con rayas de cebra a África oriental
y, con el celo de unos funcionarios prusianos, hicieron un recuento del número
de ñus (99.481), cebras (57.199) y gacelas de Grant y de Thompson (194.654) que
vivían en el Serengueti para poder identificar las rutas que seguían en sus
migraciones.
Grzimek transformó sus experiencias en la sabana en la película El
Serengueti no debe morir (Serengeti darf nicht sterben). La obra
("rodada de paso", según Grzimek) lo llevó a la cumbre de su fama y
fue distinguida con un Óscar en 1960. Su hijo Michael no llegó a presenciar el
éxito: en enero de 1959, cuando el rodaje aún estaba en marcha, se estrelló con
el Dornier Do 27 que compartían.
Su padre se consagró a la tarea de defender el Serengueti con determinación
redoblada. Cuando murió en 1987 y fue enterrado al lado de su hijo, al borde
del cráter del Ngorongoro, las salvajes extensiones del parque eran conocidas
en todo el mundo.
¿Qué ha sido del legado de Grzimek? ¿Qué ocurre en el Serengueti casi 30
años después de la muerte del divulgador? Y, lo que es más importante, ¿se
podrá seguir garantizando durante mucho tiempo la supervivencia de los grandes
mamíferos —elefantes, rinocerontes, búfalos o leones— en un mundo cada vez más
densamente poblado?
Las respuestas están sobre el terreno, y el mejor sitio para
encontrarlas es Seronera, en el corazón del parque nacional. El lugar, ocupado
apenas por unos pocos edificios dispersos, es la sede de la administración del
parque. Grzimek sigue estando presente. Desde su fotografía, colgada en el
centro de visitantes al lado de la de Julius Nyerere, primer presidente de
Tanzania, es un compañero más.
El representante de Grzimek en el lugar se llama Robert Muir y es el
director para África de la Sociedad Zoológica de Frankfurt (ZGF, por sus siglas
en alemán), con su logotipo del gorila. El vigoroso británico nos recibe en el
porche de su casita, desde el cual se abarca con la vista la gran llanura
salpicada de acacias y matorrales. No muy lejos pastan los antílopes y las
jirafas. Más tarde, dos elefantes pasan a escasos metros de la vivienda.
"La obra de Grzimek fue la de un visionario", dice Muir.
"Convenció a Nyerere para que los límites del parque se trazasen de tal
manera que los animales pudiesen seguir sus rutas migratorias".
Alrededor de dos millones de ñus azules, cebras y gacelas de Thomson —un
número cinco veces mayor al que había en la época de Grzimek— se desplazan a
través del Serengueti y las regiones colindantes siguiendo el ritmo de las
estaciones. Sus movimientos migratorios cubren 26.000 kilómetros cuadrados
—desde Tanzania hasta Kenia, en la reserva de Masai-Mara, y vuelta— cruzando
los ríos Mara, Grumeti y Mbalageti con sus cocodrilos al acecho.
Muir afirma que la maravilla natural del Serengueti todavía está viva.
Pero la presión es cada vez mayor. Alrededor de 170.000 turistas de todo el
mundo visitan el parque cada año. Si las cosas evolucionan como prevé la Autoridad
de los Parques Nacionales de Tanzania(Tanapa, por
sus siglas en inglés), en el futuro el número será aún mayor. Además, los
cazadores furtivos acuden a la zona en su sangrienta búsqueda de colmillos de
elefante y rinoceronte.
Por otra parte, en los alrededores del parque hay cada vez más
población. La deforestación, la agricultura, los rebaños y la escasez de agua
amenazan el ecosistema. A ello se añade el cambio climático, que al parecer
está alterando ciclos milenarios: de momento, este año las ansiadas lluvias han
estado prácticamente ausentes.
Portada
del diario alemán Der Spiegel con Bernhard Grzimek de protagonista. / DER SPIEGEL
"En Tanzania aún hay mucho en juego", sentencia Muir, que
señala que el país espera llegar a obtener una cuarta parte de su producto
interior bruto del turismo. Al mismo tiempo, hay compromisos internacionales
para proteger la riqueza natural. Al fin y al cabo, el Serengueti es "uno
de los tres parques nacionales más importantes del mundo" junto con
Galápagos y Yellowstone.
Lo que está en juego se vislumbra a la mañana siguiente, mientras
viajamos en Land Rover hacia el sur. Por el camino, cientos de ñus y cebras
galopan en largas hileras por la sabana. Los animales balan y resuellan
formando una columna interminable que parece fluir, juntándose y dividiéndose
como los remolinos de un río que se derrama sobre la tierra.
Los elefantes y sus crías trotan parsimoniosos a través de las nubes de
polvo, mientras que familias de facóqueros con sus colas levantadas corren por
la llanura. Debajo de un matorral, apenas a cinco metros del camino, una manada
de leones se deleita con las vísceras de un ñu recién cazado. Con los hocicos
rojos de sangre, arrancan pedazos de carne del cuerpo del animal. Justo a su
lado aparcan los todoterrenos de los turistas.
Por los techos abiertos de los vehículos asoman las pálidas cabezas de
estadounidenses y europeos cuyas cámaras con teleobjetivo que disparan sin
cesar parecen extraños apéndices corporales. A los leones esto no les incomoda
lo más mínimo.
Los grandes felinos que se alimentan al lado de las interminables
manadas hacen que la muerte, tan cotidiana, parezca casi irreverente a la vista
de la exuberancia de la vida que la rodea.
Pero el baile de imágenes de un mundo en apariencia salvaje y primigenio
es engañoso. También en el Serengueti hace tiempo que los ciclos naturales se
han alterado. Tras una hora de viaje se llega al puesto de los guardas de Moru,
en la zona sur del parque nacional. El jefe es Philbert Ngoti, de la Unidad
Contra la Caza Furtiva de Tanapa. Junto con 51 guardas, Ngoti controla una
extensión de 1.000 kilómetros cuadrados con la misión de proteger a los aproximadamente
30 rinocerontes negros que quedan en el sur del Serengueti.
Por el resto del parque deambulan otros 20 ejemplares, cada uno de ellos
custodiado por los guardas como una valiosa joya. La razón es que en este
momento no hay nada que los cazadores
furtivos aprecien tanto como el cuerno de este poderoso ungulado. "Si un furtivo puede elegir entre un grupo de elefantes y un
rinoceronte, matará al rinoceronte", explica Ngoti. Según el guarda, en el
mercado negro de Vietnam o de China, el precio del cuerno, hecho de una materia
similar a la de las uñas de los dedos, alcanza decenas de miles de dólares el
kilo. Es "un negocio lucrativo" que él intenta impedir junto con sus
compañeros.
"Los cazadores furtivos van bien armados", dice Ngoti,
"pero nosotros también". Los tiroteos son frecuentes. "Si no se
está bien preparado y se tiene cuidado, puedes perder la vida fácilmente",
avisa.
Los guardas han implantado un emisor de señales en el cuerno de la
mayoría de los rinocerontes. Así es fácil seguirles el rastro y protegerlos.
Partiendo de Moru, recorren la sabana campo a través. Uno de los hombres
levanta la antena hacia el cielo. El clic rítmico del receptor suena cada vez
más alto. Entonces aparece a lo lejos un imponente rinoceronte, al principio
apenas visible contra la hierba amarilla de la sabana. A este fortachón de más
de 40 años los hombres lo han bautizado como Rajabu. El animal los
mira y vacila. Los rinocerontes son animales solitarios, tímidos, y, al mismo
tiempo, peligrosos. Pueden atacar o huir. Ngoti ya ha tenido ambas
experiencias. "Si nos acercamos demasiado deprisa, atacará",
advierte. Al final, la criatura, de más de una tonelada de peso, se va.
El
doctor Bernhard Grzimek posa con un simio en 1967. / EFE
Ngoti y sus hombres tienen sobrados motivos para estar orgullosos de su
trabajo. A principios de los años noventa, los furtivos habían diezmado la
población de rinocerontes del Serengueti reduciéndola a tan solo dos hembras.
En 1993, Rajabu inmigró desde la cercana reserva del
Ngorongoro. Fue una suerte, porque mientras que en Sudáfrica las matanzas de
estos animales van en aumento (ver Der Spiegel de noviembre de
2015), en el Serengueti su población crece. "Actualmente nacen cinco o
seis crías al año", explica Ngoti. Según cuenta, el año pasado los
furtivos solo mataron un rinoceronte.
Algo parecido ocurre con los elefantes. Según un recuento hecho en 2014,
en el ecosistema del Serengueti su número es de unos 6.000 ejemplares, mientras
que hace cinco años había 3.068. "Vemos muchos animales jóvenes",
dice un entusiasmado Muir. En Tanzania, sin embargo, la tendencia es la
opuesta: en 2009 vivían en el país unos 109.000 elefantes. En el último censo de
2014 eran tan solo unos 44.000.
¿Cuál es la razón de que la fauna se encuentre en una situación más
favorable en el Serengueti? Según Muir, la receta del éxito de Tanapa es que su
presencia sea siempre visible. Unos 300 guardas patrullan el parque, y los
turistas también son de ayuda. "Cuanta más gente haya por aquí, más
difícil les resulta a los furtivos actuar clandestinamente", observa el
biólogo.
Pero el éxito contra la actuación de los cazadores ilegales en el parque
será una victoria temporal mientras no se detenga a los que mueven los hilos.
Por eso, los expertos de Tanapa también actúan como detectives en los pueblos
de los alrededores. ¿Dónde se guarda el contrabando? ¿Por qué vías llega a
ultramar? ¿De dónde salen las armas?
La batalla por el Serengueti se debe ganar sobre todo fuera del parque.
Y no se trata solo de la caza para el contrabando. Hoy día, en los pueblos que
rodean la reserva, viven entre dos y tres millones de personas, muchas más que
en época de Grzimek.
Los cazadores clandestinos ponen lazos de alambre en los que cada año
quedan atrapados y perecen cruelmente miles de ñus, cebras o impalas. Los
campos de cultivo de los habitantes locales se acercan cada vez más a los
límites del parque; cambia el balance hídrico de la zona y se entorpece la
migración de los animales. En contrapartida, los elefantes que merodean por las
inmediaciones pisotean los campos de mijo y de maíz.
Para los leones, el ganado es una presa fácil, y los pastores no dejan
de vengarse. Hace poco, al oeste del parque encontraron otra vez a 10 felinos
envenenados.
La situación es especialmente problemática en la zona este, en las
reservas de Loliondo y Ngorongoro, habitada sobre todo por masais. Este pueblo
de pastores vive tradicionalmente con sus rebaños de vacas, que constituyen un
símbolo de estatus. En los últimos años, cada vez más masais, y con ellos más
vacas, se han trasladado a la zona. En consecuencia, el uso del suelo para
pastos se está volviendo excesivo. Los masai desearían llevar su ganado al
Serengueti, pero no les está permitido.
Bernhard
Grzimek en un sello de correos alemán.
"Los pastores ven una gran cantidad de hierba al otro lado",
explica Muir, "y eso produce tensiones". Ha estallado una disputa por
el alcance de los límites del parque. Hasta el momento no está claro a quién
corresponden los derechos sobre parte de las tierras que quedan fuera de la
zona de protección, y desde hace tiempo no hay acuerdo sobre quién puede
decidir acerca del uso de la tierra. En octubre habrá elecciones generales en
Tanzania. Por lo tanto, de momento, todo en el país es un asunto político.
También el Serengueti.
"Las comunidades de los alrededores aún no obtienen suficientes
beneficios del parque nacional", considera Muir. Por eso, Tanapa y ZGF
llevan años intentando poner en marcha fuentes de ingresos alternativas
compatibles con la protección de la naturaleza.
Por ejemplo, en Nyichoka, un pueblo situado a unos 30 kilómetros al
oeste del parque, los miembros del Sinduka Cocoba Group están sentados
alrededor de una mesa redonda en la cual hay una caja de metal azul cerrada con
tres candados. Celebran un ritual determinado y luego se abre la caja. Aparecen
cuatro bolsas de plástico llenas de billetes. Contienen los fondos del
"banco para la protección de la naturaleza" de la localidad. Por
turno, los hombres y las mujeres pagan una cuota —como ellos le llaman— de
4.000 chelines tanzanos (unos dos euros) por cabeza. A continuación se cancelan
las deudas y se hacen los pagos.
Los miembros del banco se reúnen cada sábado. La razón de este ir y
venir de dinero es que los miembros de la tribu ikoma que viven en el pueblo
hacen aportaciones para después conceder microcréditos a sus conciudadanos o
poder pedirlos ellos mismos. El dinero lo invierten en proyectos para ganarse
la vida. La única condición para recibir la inyección financiera es que las
iniciativas no sean perjudiciales para la naturaleza.
Por ejemplo, con la ayuda del crédito, Agnes Marongoli y su marido,
Maro, han construido un pequeño centro cultural. Delante de una de las cabañas
tradicionales que ellos han edificado, un grupo de baile ejecuta el singori,
una danza en acción de gracias por la cosecha. Los turistas acuden a comprar
artesanía y escuchar los antiquísimos mitos sobre los animales de los ikoma.
Además, los Marongoli venden miel a los hoteles de la zona. Las colmenas
también las han financiado con los microcréditos.
"Éramos cazadores", dice Marongoli. "Ahora sacamos
provecho de los turistas que vienen a nuestras tiendas". Para ella, que
nunca ha recibido educación, el negocio es rentable. Gracias a él, puede enviar
a sus ocho hijos a la escuela.
Las comunidades de los alrededores de Nyichoka han convertido todas sus
tierras en reservas de fauna salvaje y han renunciado deliberadamente a la
agricultura, la caza y la ganadería. Son territorios que lindan con el parque
nacional y que funcionan como una especie de "franja de seguridad"
para el área protegida. Los animales se benefician de la ampliación de su
espacio vital, mientras que las comunidades pueden alquilar sus tierras a las
empresas turísticas. En el área se han construido ocho campamentos de lujo para
visitantes.
De esta manera, en los últimos años se ha obtenido alrededor de medio
millón de dólares netos para las arcas de la comunidad, asegura Masegeri Rurai,
que trabaja para ZGF custodiando el Área Ikona de Gestión de la Vida Salvaje.
En cambio, el turismo dentro del propio parque no reporta ningún
provecho a la población local. Con los beneficios, Tanapa financia sobre todo
el mantenimiento de los otros 15 parques nacionales de Tanzania que apenas
tienen ingresos.
La protección de la naturaleza es cara y el turismo debe financiarla.
Pero, ¿cómo mantener el equilibrio? En temporada alta, en la reserva Masai-Mara
de Kenia los todoterreno forman largas colas delante de cada manada de leones.
En comparación, el Serengueti parece deshabitado, y así es como allí quieren
que sea.
Bernhard
Grzimek, fotografiado en un estudio de televisión en Frankfurt en 1986. / EFE
Al regresar a Seronera, Godson Kimaro, jefe del departamento de turismo
del Serengueti, ya está esperando. "Queremos tener más visitantes",
dice, "pero también que el turismo sea sostenible". En el parque hay
unas 2.700 camas repartidas en unos 120 campamentos para safaris. Kimaro
proyecta añadir alrededor de 550 camas más en los próximos años. Después ya
será suficiente.
Asimismo, quiere hacer más atractiva la oferta para los visitantes.
Además de los recorridos recreativos tradicionales, actualmente hay ya
excursiones en globo. Algunas de las ideas que rondan por la cabeza de Kimaro
son los cursos especiales de fotografía de animales, las excursiones de varios
días a pie o las cenas en plena naturaleza.
Tanta exclusividad se tiene que pagar como corresponde. Solo la entrada
al parque cuesta 55 euros al día. A eso hay que añadir la pernocta, que en las
tiendas de los campamentos puede costar 450 euros por una noche. Quien prefiera
estar bajo un techo de verdad puede pagar fácilmente el doble.
Eso explica que los huéspedes del Four Seasons Safari Lodge Serengeti,
una instalación hotelera situada al norte de Seronera, procedan casi
exclusivamente de otros continentes. Desde la amplia terraza con sus
aristocráticos rincones para sentarse se ve la resplandeciente piscina azul
celeste. Más abajo, a apenas 10 metros detrás de ella, hay un bebedero
artificial que se alimenta del agua depurada que se usa en el hotel.
Esta tarde ha aparecido por allí una manada de elefantes, además de
impalas y un grupo de búfalos cafre. A lo lejos pasan las jirafas. El Sol se
pone lentamente. Los camareros traen bebidas frías. El soplo de una brisa
cálida envuelve a los turistas. Es la perfecta estampa africana en la que no
faltan las acacias que se dibujan contra el cielo. Tal vez este sea
precisamente el destino de la naturaleza salvaje: solo se podrá conservar en
forma de postal kitsch, como un lugar al que escapar temporalmente
de la civilización.
"Pero la naturaleza seguirá siendo eternamente importante para
nosotros", escribía Grzimek en su libro sobre el Serengueti. Por el
contrario, las preocupaciones políticas solo viven "una existencia entre
las letras" de los libros de historia. "Sin embargo, que los ñus
sigan golpeando las estepas con sus pezuñas y los leopardos rujan en la noche
siempre significará algo para los seres humanos".
© 2015 Der Spiegel. Distribuído por The New York Times
Syndicate.. Traducción de News Clips.
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